martes, 19 de julio de 2011

“Y LA PALABRA SE HACE CARNE”


“Y LA PALABRA SE HACE CARNE”

Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, con motivo del XXVI Encuentro Nacional de Jóvenes en el Espíritu Santo.

Muy queridos amigos y amigas:

Convocados por el Espíritu Santo, con la convicción que brota del corazón se han reunido hoy para decirle a Jesús, con la boca y con la vida: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).

Jesús es, en efecto, el amigo íntimo que tiene palabras de vida para todo hombre y mujer. El amigo que invita a cada uno de ustedes a estar con Él, a seguirlo y a acoger el envío de ir por todo el mundo, a este nuestro mundo que tiene desesperada necesidad de fraternidad y de solidaridad; que necesita ser tocado y curado por la bondad y por la riqueza del amor de Dios que debe llegarle por nuestra mediación testimonial; nuestro mundo que ansía ver en cada uno de ustedes verdaderos y valientes testigos de ese amor.

El mundo, hoy, ofrece muchas ilusiones, muchos remedios de felicidad y espesas tinieblas que se insinúan en el espíritu de los jóvenes cuando falsos profetas trabajan por apagar en ellos la luz de la fe, de la esperanza y del amor. El engaño más grande, la fuente más eficaz de infelicidad, es la ilusión de pensar que la vida puede vivirse verdaderamente prescindiendo de Dios, y de alcanzar la libertad excluyendo las verdades morales y la responsabilidad personal.

En contraste con lo que el mundo propone y desea para los jóvenes, nosotros, con la confianza que brota del encuentro personal e íntimo con Jesús, nos reunimos para celebrar la Eucaristía en la que Cristo se hará real y verdaderamente presente. Lo hacemos siguiendo el ejemplo de los apóstoles que oraban en compañía de María, la Hija predilecta de Dios Padre, la Madre amorosa de Jesús, la Esposa del Espíritu Santo.

Lo hacemos implorando la asistencia a los dones del mismo Espíritu de Dios, seguros de que al igual que los apóstoles, también nosotros podremos experimentar presente y actuante en nuestro ser, su potencia, abriendo nuestras mentes y corazones a una luz nueva.

Los apóstoles habían seguido a Jesús, escuchado sus palabras y acogido con fe sus enseñanzas, pero no siempre lograron comprender totalmente su sentido. Sabían que sólo Jesús tenía palabras de vida eterna, porque Él mismo es la Palabra hecha carne y estaban dispuestos a seguirle y a dar la vida por Él, aún cuando, a causa de su debilidad, cuando llegó la hora de la prueba huyeron y lo dejaron sólo en su Pasión.

Pero con el don de Pentecostés todo cambió y todo aquello pasó: el Espíritu Santo, que es espíritu de fortaleza, los hizo firmes, audaces y valientes, a tal grado, que a partir de aquel día, la fe y la palabra de los apóstoles comenzó a resonar firme por las calles y plazas de Jerusalén y por todo lo largo y ancho del mundo entonces conocido, anunciando la Buena Nueva de la salvación, con admirable valentía.

La venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés no fue un hecho aislado en la historia de hace dos mil años. Los Hechos de los Apóstoles dan testimonio de que, por el contrario, el Espíritu Santo estuvo con los apóstoles, con los discípulos y con la naciente Iglesia. De igual manera, también hoy son innumerables los testimonios de la presencia actuante del Paráclito en la Iglesia, con los sucesores de los apóstoles, con nosotros los nuevos discípulos de Jesús, y de que, de la misma manera y al igual que Jesús, Él estará con nosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos. Está y estará en nosotros y con nosotros. Está y estará en nuestras mentes para que podamos discernir sobre lo que es bueno y lo que es verdadero. Está y estará en nuestro corazón para que podamos elegir lo que lleva a la vida y al amor. Está y estará en nuestras manos para que podamos construir una sociedad más justa y una Iglesia más santa.

Está y estará con nosotros y en nosotros, -estemos bien seguros-, no para hacer lo que a nosotros corresponde, sino para sostener eficazmente nuestra acción en la edificación del proyecto salvífico del amor de Dios. Para ello nos ha elegido el Padre, para ello La Palabra Eterna de Dios se hizo carne, para ello viene a nosotros el Espíritu: para que seamos santos, para que construyamos la Iglesia, y para que edifiquemos un mundo y una sociedad conforme al deseo de Dios: una civilización del amor.

En la vida y tarea no estamos solos. El Espíritu Santo intercede por nosotros, discípulos llamados a ser también misioneros en una sociedad que vive un proceso de fragmentación a causa de su visión relativista y reduccionista que descuida completamente el horizonte de la verdad sobre Dios y sobre la persona humana; visión que está a la base de las múltiples formas de violencia y de injusticia.

En medio de esta situación, que también nos toca muy de cerca, ustedes y nosotros no queremos ni podemos permanecer indiferentes. De frente a ella, como creyentes en Cristo tenemos todos una grande y grave responsabilidad que nos impulsa a trabajar por la paz en todos los modos posibles, en primer lugar, dejándonos iluminar y guiar por el Espíritu de Dios, dejándonos guiar por la verdad encarnada en el Hijo de Dios, y orando perseverantemente por la paz. Trabajar y orar, “para que en una humanidad dividida por las guerras, las enemistades y las discordias, los enemigos vuelvan a la amistad, los adversarios se den la mano y los pueblos busquen el común entendimiento” (Oración Eucarística), conscientes de que es el Espíritu quien “nos ayuda en nuestra debilidad”, que es en realidad el Espíritu Santo quien ora en nosotros y por nosotros, y quien puede tocar y transformar los corazones de los hombres y de las mujeres impulsándolos a trabajar a favor de la paz y a favor de la concordia entre todos los hombres y pueblos.

Es cierto, lamentablemente, que la violencia sigue seduciendo a muchos que a través de ella quieren ver realizados sus proyectos de poder, de dinero y de dominación; de quienes quien solucionar así los problemas familiares, sociales o políticos. La injusticia, el crimen, las tensiones, que mantienen en el temor y en la pobreza a millones, las ideologías totalitarias y agresivas sostenidas por grupos minoritarios, la pérdida de ideales y de valores éticos socialmente compartidos, y la persistencia de la violencia inhumana y cruel, son sólo algunas de las tantas lacras con que hoy nos tropezamos. Y perdidos en una sociedad donde se infringen habitualmente los criterios morales del respeto a la vida y de la convivencia, los hombres y las naciones sufren una crisis de verdad, de confianza y de sentido.

Esta situación provoca en muchos la sensación de que no hay posibilidades de solución para caminar hacia una sociedad nueva, más justa y solidaria. Ustedes jóvenes, en particular, no pocas veces podrían sentirse angustiados al imaginar, en base al presente, un futuro cargado de dificultades y de amenazas, frente al cual no saben qué pueden o qué deben hacer.

Ante este panorama, queridos amigos y amigas, es bueno que también nosotros, con el optimismo del Santo Padre Juan Pablo II, creamos que “todo esto puede y debe ser cambiado” (JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1986, 4); que la paz no es un ideal utópico, y que los cristianos podemos y debemos hacer mucho por la paz en todas sus facetas, precisamente porque es en el Evangelio y en la vida de la Iglesia que encontramos “nobles razones, más aún, motivos de inspiración para realizar cualquier esfuerzo que pueda dar paz verdadera al mundo de hoy” (JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1986, 6).

A partir de la iluminación que nos viene de la Palabra de Dios, de la tradición de la Iglesia y de las insistentes enseñanzas de los últimos Papas, los discípulos y misioneros de Jesús debemos trabajar por la paz y asumir con simpatía y discernimiento las aspiraciones de paz de los diversos grupos humanos.

Invoquemos confiadamente esta tarde, queridas hermanas y hermanos, al Espíritu de Dios. Permitamos que sus dones nos moldeen para que con la Iglesia y como Iglesia sepamos compartir las más profundas aspiraciones de la humanidad, siendo constructores y testigos de la verdadera paz.

Que la sabiduría, la inteligencia, la fortaleza, la ciencia y la piedad, dones del Espíritu, sean los signos de su grandeza. Amen mucho, queridos jóvenes, la palabra de Dios y amen a la Iglesia. Meditando asiduamente la Palabra, dejen que el Espíritu Santo les ayude a descubrir que el pensar de Dios no es el de los hombres; dejen que Él los conduzca a la contemplación del Dios verdadero para aprender a leer los acontecimientos de la historia con los ojos de Cristo y gustar la alegría que nace de la verdad.

Y encomendémonos a Santa María, la Madre amada, rogándole nos obtenga la gracia de saber acoger la palabra de Dios, a conservarla y a meditarla en nuestros corazones (cfr. Lc 2,19); que nos aliente a decir nuestro propio “sí” al Señor, viviendo la “obediencia de la fe” y pidiéndole que nos ayude a ser promotores y constructores de la verdadera paz, permaneciendo firmes en la fe, constantes en la esperanza, perseverantes en la caridad y siempre dóciles a la voluntad de Dios.