EL ULTRAJE DEL ABORTO
Artículo de Alberto Peláez, Periodista y Corresponsal de Guerra.
Jamás he entendido a aquellas personas que defienden el derecho al aborto. Para empezar, porque no entiendo que sea un derecho. Siempre he sido un defensor a ultranza de la vida desde el momento mismo de la concepción. Puede parecer retrógrado, pero a estas alturas de mi vida me da igual lo que puedan pensar de alguien como yo, que ama la vida y ama a aquellas personas que la aman.
No entiendo a las abortistas ni mucho menos, las que ejercen la jactancia. Si escribo esto, es porque hace unos días asistí a una conversación que me sorprendió. Iba en un autobús atiborrado de oídos. Dos jovencitas, que no tendrían ni veinte años, hablaban con una frialdad aplastante sobre un hecho trágico.
Iban sentadas. Primero me sorprendió ver la falta de educación, de tacto o las dos cosas al mismo tiempo. Una anciana subió al camión y ninguna de las dos hizo el menor ademán para que se sentara la señora. Bueno, debo decir que nadie hizo el menor movimiento. Pero ese será otro artículo sobre los españoles y de cómo han perdido las formas. A lo que iba, una de las dos amigas, la más morena, le estaba explicando, nos estaba explicando a todos cómo había mantenido relaciones sexuales, cómo no se cuidaba y cómo optó por abortar. Y lo contaba con una naturalidad extraordinaria.
La mitad del camión andaba descompuesto. Decía que le habían practicado un legrado y que no le había dolido pero ¿tenía la menor idea aquella jovencita de lo que estaba hablando? Se trataba de un drama, de un asesinato consentido no sólo de los protagonistas sino de aquellos que votaron la ley del aborto. Se trata de una ley terrible que deja la posibilidad de un aborto prácticamente libre.
Y no puedo estar de acuerdo. Entiendo que hay casos muy contados en los que puede tener cierta justificación pero hoy, con esta ley, se justifican todos los casos.
La prevención es fundamental, pero un descuido no puede ser una justificación. Y lo digo porque es difícil olvidar el momento de júbilo que hubo el día que se aprobó la ley en el Congreso de los Diputados. Las ministras y ministros, abrazaban, besaban, jaleaban a la antigua titular de Igualdad, Bibiana Aído. Esta no ocultaba su felicidad, felicidad ¿de qué? ¿De cercenar una vida? ¿De succionar un feto del cuerpo de su madre? ¿De trocearlo? ¿Es que hemos perdido el juicio? Porque si este es el mundo avanzado y tecnológico del siglo XXI, prefiero quedarme en el anterior o si no, en el anterior del anterior.
Además, no es ni mucho menos una idea mía. Se trata de un derecho de todo ser humano que viene reflejado en la Carta de San Francisco, en su artículo primero. Este habla del derecho a la vida. ¿Quienes somos nosotros entonces para quitarla?
Por eso, al escuchar a aquellas dos jovencitas, me produjo una gran tristeza, también rabia. Ya no sólo por ellas sino por la clase política que ha permitido, consentido y obrado de una manera poco racional. De todos modos, teniendo en cuenta cómo ha dejado el país Rodríguez Zapatero y sus muchachos, no me extraña que hayan sido ellos quienes hayan creado esta ley.
Pueden pensar que es muy moderna, muy actual, muy innovadora. Es la ley más involucionista que se ha aprobado en España desde el advenimiento de la democracia. Menuda democracia tenemos que consiente este tipo de ultrajes a la propia esencia del ser humano.