¡QUÉ GLORIA PARA LA IGLESIA
TENER UN PASTOR COMO TÚ!
Mensaje del Emmo. Sr. Cardenal, Norberto Rivera Carrera, Arzobispo Primado de México, con motivo de la solemne recepción en la Catedral Metropolitana de las reliquias del Arzobispo Beato Juan de Palafox y Mendoza.
Rezabas piadoso la hora nona, Juan de Palafox y Mendoza, en la fiesta que la Iglesia celebra el triunfo del Señor en su admirable Ascensión, cuando vinieron a avisarte que habías sido nombrado Obispo de Puebla de los Ángeles, allá en ultramar, en la joven y exótica España Nueva, tierra de deseos e ilusiones, patria de sueños, aventuras y proezas. Tu corazón joven no se alteró, tenías 39 años y un profundo sentido cristiano de la indignidad, por eso no aceptaste, pero el rey Felipe IV insistió, y tus consejeros dijeron que: “sería del agrado del Señor cumplieses las órdenes de su Majestad, pues Dios te quería para santo de muchos trabajos, aunque de todos te sacaría bien”. Quién diría que 372 años después, en la fiesta de la Ascensión del Señor, serías solemnemente proclamado Beato por la Santa Iglesia Católica a la que amaste con toda tu vida, tu inteligencia, afecto y corazón.
Fuiste profundamente amado por el Señor y lo amaste a Él entrañablemente, quizás por eso elegiste como día de tu ordenación episcopal el 27 de diciembre de 1639, fiesta del discípulo amado San Juan Evangelista. Juan como tú, teólogo como tú, de mirada alta y luminosa, de profundo pensamiento místico para penetrar por el amor el misterio de Dios que es Amor. Y ante tu consagración te hacías una grave pregunta: "¿Qué otra cosa son los obispos sino maestros públicos de la perfección cristiana, ciudades sobre el monte de la perfección, de donde se ha de comenzar la conquista de Cristo?".
El 8 de abril de 1640, domingo santísimo de Resurrección, subiste resuelto al galeón de San Pedro y San Pablo: ¡Qué seguro bajo ese patrocinio! ¡Qué certero tu pastoreo bajo la obediencia de Pedro! ¡Qué ardiente tu corazón evangelizador con el celo de Pablo! Desplegó velas la nave mientras contemplabas con nostalgia a tu querida España, y volteaste lleno de amor y ansías tu mirada al Nuevo Mundo, palpitó tu corazón apasionado, pensando en tu esposa, la amada Raquel, como siempre llamaste a la diócesis de Puebla.
Quién lo diría, aquel niño nacido de relaciones no lícitas, mandado a ahogar en las aguas del río Alhama, pero –como Moisés-, providencialmente salvado por Pedro Navarro, un campesino cristiano y bueno quien lo tomó como hijo suyo y lo hizo pastor pobre de tres ovejas, hoy navega en medio de grandes peligros: de fieros piratas, de borrascas y tormentas –preludio de la vida que le espera-, a ser pastor, siempre pobre, aún en una diócesis rica, de miles de ovejas que lo amarán entrañablemente como padre y protector.
Un 24 de junio del año del Señor, 1600, fiesta de San Juan Bautista, naciste en un rincón apacible de Navarra, Fitero; y 40 años después, un 24 de junio, naciste para la Nueva España, cuando tu barco ancló en las costas esmeraldas de la Vera Cruz. En España estuviste destinado a morir en las aguas, en México, las aguas te arrojaban a emprender una grandiosa aventura, una historia que jamás imaginaste, pero que pese al dolor, la soledad, el odio, la ingratitud y las lágrimas, mil veces la vivirías y morirías por amor a Dios y a las almas.
El 22 de julio de 1640, llegaste a la bella y bien trazada ciudad de Puebla de los Ángeles, miles de expectantes fieles salieron a encontrarte, y desde entonces amaste aquel valle que parecía un edén: regado de caudalosos ríos, coronado de imponentes volcanes y montañas, refrescado por los bosques vecinos y lleno de gente buena, buena como esa tierra blanda, fresca y fecunda. El verdor de los maizales, el oro de su trigo, el azul tan azul del cielo, la pureza del aire y la bondad de su clima enraizaron en tu corazón los afectos, embelesaron tu sensibilidad de suave poeta, que te hizo bendecir a Dios en su Creación, mientras tú iniciabas la tuya, la edificación de tu amada Raquel.
Del Señor, -como San Agustín-, amaste la hermosura de su casa, y por eso emprendiste la titánica obra de la construcción de la Catedral de la Inmaculada Concepción, logro de hermosura y orgullo de Puebla, cuya altura de sus torres nos acerca a los ángeles; de ella escribiste “que Dios te había dado tan grande amor en hacer este servicio a la Virgen con tan gran ternura y devoción, así racional como sensible, que decías muchas veces a esta piadosísima Señora y a muchos que le ayudaban a esta obra, que con gran gusto elegías acabarla y morir un día después, por asegurar a Dios este servicio y a la Virgen este gusto", y lo lograste ¡en tan solo nueve años! Además de la magnífica Catedral, los números de las obras que edificaste son de vértigo: 44 templos, sin contar un gran número de ermitas y más de cien retablos muy lucidos; el Colegio de Vírgenes, mejoras a los conventos de monjas, los prestigiosos colegios de San Juan, San Pablo y San Pedro de donde surgiría el Real y Pontificio Seminario, y el tan venerado santuario de San Miguel del Milagro, construido, con tu propio peculio, por devoción al Santo Príncipe de los Arcángeles.
Pero la mayor construcción que lograste fue la espiritual y cultural, tuviste, como buen pastor, muy en tu corazón a tus queridos sacerdotes. Como lo mandaba el Concilio de Trento, fundaste un seminario donde tuvieran una sólida formación intelectual y espiritual, hiciste obligatorio para los clérigos el aprender lenguas indígenas y tú mismo dominaste algunas de ellas. El Buen Pastor conoce a sus ovejas y te lanzaste no a una sino a tres imposibles visitas pastorales en tu inmensa diócesis que abarcaba del Atlántico al Pacífico: allá va el buen pastor, dando cuenta en su diario de los mil peligros que pasó: caminos intransitables, precipicios, barrancas, lluvias y tormentas, climas extremos, fatigas sin fin, pero nada frenó al indómito Palafox que tenía clavado en la conciencia que la vida no le pertenecía, se debía a sus ovejas, sobre todo a los más pobres, a los marginados y a los indígenas, predilectos de su corazón.
Fuiste hombre de refinada y amplia cultura, supiste infundir el amor por el conocimiento y lo bello, aún admiramos tu selecta biblioteca que donada con generosidad la abriste para que todos pudieran beber en esa fuente, convirtiéndose en la primera biblioteca pública de América. Orante profundo como eras, amaste la música de Dios, y en tu episcopado floreció la espléndida música sacra de Juan Padilla, la mejor de su época en la Nueva España; fuiste mecenas de grandes maestros, pintores, arquitectos y de las artes que hacen trascender la materia al espíritu.
Jurista consumado, valiente y honesto, fuiste nombrado por el Rey como Visitador General y emprendiste una lucha frontal y sin miramientos contra la corrupción y sus injusticias, y aquí surgieron tus implacables enemigos, poderosos e inmorales funcionarios, gobernantes sin escrúpulos, jueces viciados, ricos avarientos y hasta hermanos tuyos eclesiásticos, cuyas saetas y dardos fueron los que más te hirieron. En 1642 fuiste electo Arzobispo de México, esta ciudad del Anáhuac te recibió con un desbordado júbilo el 6 de junio, el Rey también te nombró Presidente de la Audiencia y Capitán General para llevar a cabo la delicadísima encomienda de destituir al duque de Escalada y quedar tú en su lugar como Virrey de la Nueva España, y pese a tener todos los poderes civiles y eclesiásticos en tus manos, gobernaste con mesura, inteligencia y prudencia, entregando en paz y saneado el virreinato en tan ¡sólo cinco meses! de trabajo.
La reforma de la Iglesia te apremiaba, y pusiste orden tanto en el clero secular como regular, y en tu encomienda de poner en práctica los Cánones de Trento y las Ordenanzas Reales, encontraste una gran resistencia que desafió tu autoridad episcopal e inició una despiadada guerra contra ti que duraría más que tu vida, un poco más de tres siglos, pero no te acobardaste y escribiste: “…volver las espaldas el prelado a tan importante obligación, es arrojar la mitra de la cabeza, y el báculo de la mano, y volverse mercenario debiendo ser pastor…”. La calumnia, la difamación, el escarnio y la mofa fueron las armas de tus incontables enemigos, pero tu defensa fue la verdad, la justicia, el derecho, la ponderación, e incluso la benevolencia.
Puebla te amó siempre, y no soportaba ver la vejación de la que eras objeto su pastor, por eso ante el serio peligro de que atentaran sacrílegamente contra tu vida en la procesión del Corpus de 1647, viendo que, por defenderte, la ciudad se exponía a grandes divisiones y desdichas, estuviste resuelto a exponerte, arrodillado a la puerta de tu Iglesia Catedral para que te matasen a espada –como el Santo Obispo mártir, Thomas Becket-, si con tu muerte lograras que cesaran todas las contiendas.
La guerra civil en Puebla era inminente, no te aterró que corriera tu sangre, que tan dispuesto estabas a ello, sino la de tus ovejas… Y ahí va el pastor huyendo de su propia casa, el 17 de junio escapaste rumbo a Tepeaca; de noche, cruzando peligrosas barrancas llegaste a Tecamachalco; al otro día, cubierto por la oscuridad, arribaste a San Salvador y de ahí te fuiste a refugiar en las bellas lagunas de Las Minas en cuyas riveras azules, claras y mansas, pasaste la tarde del Corpus meditando en el Santo Sacramento, en esas soledades acuáticas escribiste tu carta pastoral “Suspiros de un pastor atribulado”, en la que invitabas a tus fieles a padecer por Dios y a esperar y no sentir la ausencia de su obispo, animándolos a la oración, al ejercicio de las virtudes, a la caridad con los enemigos y la justicia con los malvados, sin que la justicia ofenda a la caridad. Amargo onomástico pasaste el día 24, y suave consuelo al celebrar en el monte la solemnidad de San Pedro y San Pablo; el 5 de julio atravesaste el salitroso Valle del Salado, pasando por barrancas peligrosas donde cayó tu comitiva, hasta llegar a la hacienda de San José Chiapa, en una pequeña celda oscura permaneciste oculto cuatro meses.
En ese cuarto oscuro, silencioso y apartado, ¿qué estado mantenía tu espíritu? ¡Oh Juan de Palafox! ¿Cuánto inflamó al afecto tu “Amor Crucificado”? ¿Qué metamorfosis espiritual sufrió tu alma? El silencio no habla, pero sí tus escritos donde convencido afirmas: “El buen prelado, cuando le impiden ir por una calle en el servicio de Nuestro Señor, ha de intentar andar por otra y no parar. No le dejan reformar con la jurisdicción y religión, informe con la voz. No puede predicar, escriba; no puede escribir, ore; no puede conseguirlo, llore. Siempre ha de estar velando y obrando en el servicio de Dios, del bien de las almas a su cargo, del lucimiento del culto divino y de su Iglesia hasta la última respiración”. Y eso hiciste, escribiste, oraste, lloraste y a tu alma llegó una inexplicable paz.
El destierro, doloroso para el corazón, moldeaba en santidad tu alma. El Papa y el Rey te darían la razón en tus alegatos, pero el odio y la calumnia habían hecho ya su trabajo, las muchas relaciones de personas poderosas: Virrey, Arzobispo de México, inquisidores, oidores y hasta hermanos sacerdotes y religiosos habían ido socavando la confianza del Consejo de Indias hasta que el Rey dio la orden más temida para tu corazón y la más dura en su obediencia: tenías que regresar a España, y obedeciste, sin réplicas ni demoras.
Dios y su Santísima Madre te concedieron antes de partir un gran consuelo, el 18 de abril de 1649, con grandiosa solemnidad, vestido de pontifical iniciaste a las cinco de la mañana la consagración de tu espléndida Catedral, liturgia divina, excelsos oficios que se prolongaron hasta las tres de la tarde. ¿Qué pediste a cambio, ¡oh obispo constructor!, por tantos trabajos y sacrificios puestos al servicio de la Iglesia? Una sola cosa: siete pies de tierra a lo último de la Catedral para que te pudieran enterrar cuando Dios te llevara.
El 2 de mayo, en la reluciente Catedral te despediste de todo tu pueblo. Cómo debió conmoverte que los indígenas a los que tanto amaste y protegiste te ofrecieron un memorial en el que decían “que si la causa de ausentarse su obispo era la dificultad económica, ellos se donaban con sus familias y bienes, para mantenerte hasta la muerte”. Lloraste abundantemente tú, y amargamente todo tu pueblo, y con voz potente clamaste con extraordinario fervor y fuego: “Allí, allí, mirando y señalando a la custodia y al sagrario, en aquel Señor, pastor y pasto, médico y medicina, redentor y rescate, me habéis de buscar a mí y ¡ay de mí si no me hallareis allí!”.
Saliste bendiciendo a tu pueblo entre aclamaciones y llantos el jueves 6 de mayo de 1649, no quisiste partir sin antes pasar a tu amado santuario, San Miguel, mismo al que mañana regresarás –oh destinos de la Providencia-, antes de volver triunfante a tu amada Puebla. El 10 de mayo, en Veracruz, la flota se hacía a la vela mientras en tus ojos llenos de lágrimas se desdibujaban lentamente las costas mexicanas. ¡Si, Juan de Palafox y Mendoza, tu amor ya estaba crucificado!
a en España, fuiste recibido por el rey Felipe IV a quien hablaste con libertad evangélica de lo acaecido en nuestras tierras. Al término de la audiencia dijo el Rey a su secretario: “Me ha hablado don Juan de Palafox cual no me ha hablado hombre en mi vida”. Pero nada haría cambiar a su Majestad, ni siquiera las dos veces que por carta humildemente suplicaste la gracia de retornar a los brazos de tu amada Raquel, la Puebla de los Ángeles, que tres siglos y medio después te sigue esperando.
El 23 de junio de 1653 el rey te daba destino a una pequeña pero histórica diócesis: El Burgo de Osma. Hubo una primera natural resistencia interior, alimentada por tus familiares y amigos que veían en este nombramiento una inmerecida humillación, pero viste en la orden del rey la voluntad de Dios y allá partiste, sereno y obediente a ocupar la sede de San Pedro de Osma, en la catedral de la que fuera canónigo Santo Domingo de Guzmán.
En las soledades castellanas de Osma floreció tu vida interior que se elevó hasta Dios por las alas de la oración y la mortificación. Escribías arrobado: “¿Cuándo, la pena que siento, trocará en gozo el amor, y fin tendrá el dolor de este dulce tormento?". Fue pronto y presintiendo escribiste: “Seamos canales y no lagunas de los bienes temporales y de los espirituales. Todo lo hemos de tener para darlo, pero no para tenerlo. Todo para repartirlo y sin dilación alguna, repartirlo luego y darlo. Hállenos la muerte desnudos, como nacimos, y así será muerte de una vida eterna”.
Dios te concedió la gracia de saber el tiempo de tu muerte y te preparaste entre la alegría y la tristeza; confuso y humillado, gemías: “¡Ay, Señor, qué fuerte es el paso de la muerte si al pasarlo no me tomáis de la mano! ¡Qué mar este de congojas si no me embarca esa piedad infinita en el navío dulcísimo de la cruz y en la llaga de ese divino costado!… No sea muerte la muerte, pues viene de vuestra mano, mandando Vos que yo vaya a veros, que sois vida de mi vida”.
Desde que te consagraron sacerdote tuviste claro que la vida ya no te pertenecía, y la entregaste toda a Él: alma, razón, energía, amor, trabajos y desvelos; Jesús era tuyo y tú eras de Jesús. Confesabas con vehemencia tu claudicación: “Entro vuestro amor adentro y pudo más desde adentro que de fuera. Ganasteis la fortaleza y castillo de mi terrible dureza y habiendo entrado el dulce y fuerte conquistador en la plaza no ha podido resistir el corazón cautivo y aprisionado y así obedece rendido… Vuestro amor me ha despojado, Jesús mío, vuestro amor me ha despojado de lo rico; vuestro amor me ha vestido de lo pobre; vuestro amor me ha salteado en el camino y robado los vestidos, el alma y el corazón”.
El miércoles 1 de octubre de 1659, a las doce y media del día, con gran paz y sosiego entregabas tu alma a Dios. Fue tu última voluntad ofrecer un acto de amor: el cirujano abrió tu corazón para introducir en él una pequeña placa de plata inscrita con los dulcísimos nombres de Jesús, María y José. Depositado en el féretro te vistieron de pontifical y toda Osma veneró el cuerpo sagrado de su Obispo que amó a Cristo y a su Iglesia hasta consumirse de amor.
Juan de Palafox y Mendoza, hoy pastores y fieles te recibimos con gran júbilo y orgullo en esta Santa Iglesia Catedral Primada de México, en esta arquidiócesis que gobernaste en sede vacante dos años y para la que fuiste electo Arzobispo. ¡Qué gloria para la Iglesia tener un pastor como tú! ¡Qué ejemplo tan claro y virtuoso de fe, esperanza y caridad! ¡Tu fortaleza de pastor nos anima, tu dedicación y trabajo incansable nos apremia, tu pobreza y humildad nos edifica!
¡Bendito sea Dios en sus Ángeles y sus Santos! ¡Bendito sea el Creador que hermosea a sus creaturas con su propia belleza y santidad! Juan de Palafox y Mendoza, fuiste un gran guerrero en la vida y sigues ganando batallas: el pasado 5 de junio conquistaste la corona más inmortal y hermosa: ¡la de la santidad!, y por ello veneramos tu persona con el nombre de Beato: bien aventurado, dichoso porque gozas de contemplar el rostro amoroso de tu Señor.
Beato Juan de Palafox y Mendoza: ¡Ruega por nosotros! Amén.