jueves, 30 de junio de 2011

“MAESTRO, TE SEGUIRÉ A DONDE QUIERA QUE VAYAS”


“MAESTRO, TE SEGUIRÉ A DONDE
QUIERA QUE VAYAS”

Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, en el Encuentro OSMEX.

Muy queridos hermanos:

Es posible que nunca se haya hablado tanto de “tolerancia” como en nuestros días. Aunque, si hemos de ser sinceros, aún hoy se cometen bastantes atropellos a causa de la intolerancia religiosa, étnica, cultural, económica o social.

En este contexto, no puede no llamarnos la atención el caso de aquellos jóvenes que, como nos narra San Mateo en el Evangelio, pudieron haber sido discípulos de Jesús, pero, a causa de la desconcertante y en apariencia intolerante respuesta del Señor quedaron, al parecer, como vocaciones frustradas.

Uno le dijo: “Maestro, te seguiré a dondequiera que vayas”. Parecía estar bien dispuesto y preparado para seguir a Jesús. Y sin embargo, el Señor le responde: “Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”. Era como decirle que lo debía pensar muy bien, porque seguirlo no era cosa fácil. Pero, ¿no hubiese sido mejor que lo entusiasmara?

Más tarde Jesús encuentra a otro joven, a quien Él personalmente le dice: “Sígueme”. Jesús toma la iniciativa. Pero el joven, en respuesta, le pide esperar un poco: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”. Obviamente, no es que el padre de este joven acabara de morir y que por ello se viera en la necesidad de asistir al funeral. Lo que el joven pedía era algo más: que le permitiera permanecer entre sus seres queridos, y luego, cuando sus padres murieran, estaría listo para ser su discípulo.

Ante tal actitud Jesús le pide: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios”. Ciertamente el Señor no pretendía negarle la posibilidad de despedirse físicamente de los suyos, pero sí invitarlo a asumir otra actitud: una actitud interior; aquella que hace posible moderar los apegos familiares y los afectos naturales que, a la larga, pueden convertirse en obstáculos para seguir a Jesús.

El Señor no es intolerante, pero es sin duda exigente. Él, que conoce muy bien el corazón de los hombres, cuando llama, pide y quiere generosidad, decisión, amor total. Las entregas a medias no sirven, y quienes aceptan alistarse en sus filas, deben estar conscientes de la magnitud de la empresa y de los compromisos que comporta. Jesús no engaña a nadie, porque quiere entregas libres, conscientes y hechas por amor; no quiere cobardes ni traidores. Cristo exige la opción radical por Él y por su Reino, pues “el que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo” (Lc 9,23).

Todos sabemos, al menos en principio, que en el seguimiento de Jesucristo no se admiten condiciones, sobre todo si éstas implican subordinar el llamado al propio querer y al propio pensar ideológico. Al discípulo, y obviamente también al apóstol, Jesús reclama saber poner exclusivamente en Él toda su seguridad, renunciando a todo otro tipo de confianzas materiales y humanas. Este es el único camino del seguimiento, de la misión, de la plenitud cristiana.

Queridos formadores: El Santo Padre Benedicto XVI nos ha invitado a “volver siempre de nuevo a la raíz de nuestro sacerdocio que, como bien nos consta, es una sola: Jesucristo nuestro Señor”. “Este Jesús (que) no tiene nada que le pertenezca; (que) es totalmente del Padre y para el Padre”. Cristo, todo para el Padre y, en consecuencia, “esta es también la verdadera naturaleza de nuestro sacerdocio” (13.05.2005). Ser sacerdote y, por tanto, ser en Cristo, de Cristo y para Cristo; estar plenamente unido a Cristo, identificarse en todo con Él. Lograr ser transparencia suya para que los hombres vean al Maestro y por Él se sientan atraídos. No por la persona del sacerdote, sino por Cristo mismo.

Este es el tipo de sacerdote que Cristo Jesús quiere, y que ustedes, cada uno de ustedes, debe ayudar a que todo aspirante al sacerdocio confiado a su cuidado, lo sea. Ser pastores según el corazón de Dios, esto es, sacerdotes que nutren una profunda y viva amistad con Cristo, que tienen clara conciencia de la identidad recibida en la Ordenación Sacerdotal y que están llenos de una disponibilidad incondicional para conducir a la grey hacia donde el Señor quiere, permitiendo que sea Cristo quien, a su vez, gobierne la propia existencia sacerdotal, conscientes de que a la base del ministerio pastoral, está siempre el encuentro personal y constante con el Señor, el conocimiento profundo de Él, la voluntad de conformar la propia voluntad a Su voluntad.

Cada uno de ustedes sabe, sin duda, que el misterio de cada vida sacerdotal está precisamente en el todo. No en la mediocridad. Sólo en el todo. Que el sacerdote, consagrado a Dios e identificado con Jesucristo, -como de suyo lo significa la opción también por el celibato-, se hace totalmente del Señor. No es ya él quien vive, sino Cristo quien vive en él, con una presencia que se hace constante y eficaz al permanecer, permanente y perseverantemente con Él, escuchándolo a Él, siguiéndolo a Él y haciendo en Él, que es el amor, todas las pequeñas cosas de cada día, las relaciones, la manera de hablar, de servir a los demás y del modo de comportarse, una ofrenda de amor total.

Muchas veces, ustedes lo saben bien, en algunos aspirantes al sacerdocio –y ya de suyo en no pocos sacerdotes-, los motivos que parecen prevalecen para buscar el sacerdocio son otros. Por ejemplo, la posibilidad de tener un determinado puesto, de llevar a cabo una cierta actividad, tal vez hasta un genuino y sincero deseo de trabajar a favor de la justicia social, pero no precisamente el vivir la auténtica experiencia de Dios, el sentido y el gusto de lo sagrado y de la vida espiritual. Así, elementos objetivamente válidos pero en este caso secundarios, pueden convertirse en aspectos considerados principales en el impulso vocacional.

El sacerdote y el aspirante al sacerdocio, sin embargo, deben ser conscientes y tener como impulso básico de su aspiración, ante todo y sobre todo el querer hacer de su vida un don de amor absoluto al Señor en el servicio a su Iglesia; ofrecer al Señor su propia vida, bien conscientes de que ello sólo tiene sentido cuando se vive en toda su radicalidad, esto es, siendo verdaderamente don de amor absoluto, don de amor total.

En esta perspectiva, en el contexto de la formación sacerdotal se hace particularmente necesario favorecer en todos los modos posibles la presencia de una espiritualidad afectiva que abrace los afectos, la mente y la imaginación propia de quien ha hecho y se esfuerza por hacer una experiencia auténtica de Dios, y aprender a encontrar, en la relación con Él, la razón del ser de la propia vida, esto es, aprender a saber entablar, cultivar y profundizar, una relación de especial intimidad con el Señor, aún cuando esta sea misteriosa y nunca totalmente comprensible desde el punto de vista humano.

A quienes se preparaban al sacerdocio, el Card. B. Hume daba este consejo: “El único modo de vivir como célibes es vivir con una disciplinada vida de oración. Creo que esto sea lo que al final nos salva. Debes llenar tu mente y tu corazón con un enorme deseo y una enorme aspiración por Dios y por las cosas de Dios. No podrás siempre hacer esto al máximo nivel, pero debería ser aquello a lo cual tender siempre”.

Por otra parte y en el contexto de esta misma dimensión fundamental a todo proyecto de formación sacerdotal, es de gran importancia el empeño explícito por educar a vivir juntos en modo fraterno, en contraste con la tentación de la autosuficiencia. Con frecuencia, los sacerdotes han sido formados para ser combatientes solitarios, para vivir solos, espiritual y prácticamente, con un estilo de vida que poco se distingue de aquel de los singles, permitiendo que la dimensión espiritual del “nosotros” no sea a muchos familiar.

En esta perspectiva, dos elementos, opuestos, pero paradójicamente interconectados entre sí podrían favorecer esta espiritualidad: por una parte, el saber vivir la soledad, pero aquella soledad que nace de la familiaridad con el silencio; que se convierte en banco de prueba indispensable para el futuro sacerdote y religioso que en el voto o promesa de celibato renuncia a vivir la relación exclusiva con otra persona. El religioso y el presbítero están esencialmente llamados a estar solos con el Señor, a entrar en intimidad con Su misterio de silencio. Pero la soledad, cuando no esta acompañada de la madurez afectiva y espiritual, se convierte en dimensión insoportable de la existencia.

El otro elemento útil a esta espiritualidad, es la presencia de relaciones sanas. La Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis, reconoce en la capacidad de vivir juntos y de hacer comunión, uno de los signos distintivos de la vida evangélica: “elemento verdaderamente esencial para quien ha sido llamado a ser responsable de una comunidad y hombre de comunión (…). La humanidad de hoy, condenada frecuentemente a vivir en situaciones de masificación y soledad sobre todo en las grandes concentraciones urbanas, es sensible cada vez más al valor de la comunión: éste es hoy uno de los signos más elocuentes y una de las vías más eficaces del mensaje evangélico” (n.43).

La misma Exhortación Apostólica reconoce expresamente, además, en la capacidad para cultivar sanas y profundas experiencias de amistad, un signo importante de madurez afectiva: “Puesto que el carisma del celibato, aun cuando es auténtico y probado, deja intactas las inclinaciones de la afectividad y los impulsos del instinto, los candidatos al sacerdocio necesitan una madurez afectiva que capacite a la prudencia, a la renuncia a todo lo que pueda ponerla en peligro, a la vigilancia sobre el cuerpo y el espíritu, a la estima y respeto en las relaciones interpersonales con hombres y mujeres. Una ayuda valiosa podrá hallarse en una adecuada educación para la verdadera amistad, a semejanza de los vínculos de afecto fraterno que Cristo mismo vivió en su vida (cf. Jn 11, 5)” (n.44).

Los signos de la amistad auténtica se reconocen también en la capacidad de apertura y flexibilidad, en la ausencia de posesión, en el deseo de verdad y en la capacidad de confrontarse con los otros y con las exigencias de la vida, en la disponibilidad para obedecer y aprender, actitud, esta, que muestra que la persona está animada, no por el deber, sino por el deseo de crecer y, en consecuencia, de llevar a cabo una radical restructuración de la propia vida.

Muy queridos hermanos: visitando muchas de sus diócesis he tenido la oportunidad de constatar cómo ustedes, teniendo muy en su corazón la formación de los aspirantes al sacerdocio, no escatiman esfuerzos ni medios a favor del fundamental objetivo en la vida de la Iglesia: preparar amigos enamorados de Jesús, testigos de la fe que sepan dar razón de su esperanza al mundo y faciliten el encuentro de todo el hombre y de todos los hombres con Jesucristo vivo, a través de una formación acorde a las exigencias de nuestra época, en la que frecuentemente resaltan sus sombras, pero en la que, también, jamás faltan las luces.

En su reciente Mensaje para la Jornada de las Vocaciones 2011, el Santo Padre, invitando a los Pastores a llevar a cabo una pastoral vocacional atenta y adecuada, teniendo un especial cuidado en la selección de los aspirantes al sacerdocio y de los agentes pastorales, ha recordado que la propuesta que Jesús hace a quienes dice “¡Sígueme!”, es ardua y exultante, porque invita a entrar en su amistad, a escuchar de cerca su Palabra y a vivir con Él; enseña la entrega total a Dios y a la difusión de su Reino según la ley del Evangelio; invita a salir de la propia voluntad cerrada en sí misma, de su idea de autorrealización para sumergirse en otra voluntad, la de Dios, y dejarse guiar por ella; hace vivir una fraternidad que nace de esta disponibilidad total a Dios (cf. Mt 12, 49-50), y que llega a ser el rasgo distintivo de la comunidad de Jesús: el amor de unos a otros (cfr. Jn 13, 35).

Que la protección materna de María, Madre de los sacerdotes les acompañe pues, ayudándoles a ser, como Ella, siempre fieles; y que con su intercesión les alcance, a ustedes, a los miembros de sus respectivos equipos de formadores y a los mismos aspirantes al sacerdocio, la abundancia de los dones del Espíritu y las bendiciones del cielo.