sábado, 18 de junio de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO DE LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD


DOMINGO DE LA SOLEMNIDAD
DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
19 de Junio de 2011


INTRODUCCIÓN

Luego de celebrar y vivir la fiesta grande de la Pascua, el año litúrgico nos empuja a continuar el camino de perfección y a asumir en primera persona la salvación que nos conquistó Jesucristo, en este tiempo que llamamos “ordinario”, que en absoluto quiere significar menospreciado ni irrelevante. Nos topamos hoy con la solemnidad de la Santísima Trinidad, el misterio de Dios que llega al hombre, no para ser descifrado, sino para ser reverenciado y vivido.

La fe cristiana llega a una estatura que supera las demás religiones, incluso a las monoteístas, puesto que Dios no sólo es Uno sino también comunidad. A muchos les parece suficiente problema con afirmar la existencia de Dios, conflicto que se agrava al hablar de uno sólo, y tema que empeora con la fe que profesamos que lo anuncia como trinitario.

Sin embargo, hemos de decir que tal es su complejidad, que queda claro que no es invención humana ni producto del raciocinio, si no que nos encontramos ante un verdadero misterio que sale al encuentro del hombre por sí mismo.

Muchas veces, ante esta dificultad para entender, más aún, para exponer el misterio de la Santísima Trinidad, nos hemos quedado callados, y condenamos a muchas personas a permanecer en la ignorancia, habiendo quienes hasta llegan a pensar que la Santísima Trinidad es una advocación más de la Virgen María.

Permítanme citar unas palabras de San Bernardo (s. XIII), de modo que nos ayuden a delimitar nuestra reflexión de este domingo: “Pretender probar el misterio trinitario es una osadía; creerlo es piedad; y penetrar en su conocimiento es vida eterna”. Dadas las cosas, para nada intentaremos probar lo que se ha manifestado evidente, no porque el hombre quiera complicar el tema de suyo, sino porque no podemos añadirle, quitarle o sugerirle nada a un misterio que no nos pertenece, sino que se nos ha revelado íntegramente así: Dios es Trino y Uno. Tampoco nos podemos conformar con creerlo y añadirlo a una devoción más, aunque es el mejor inicio, un piadoso creer; el riesgo estaría en que permaneciera lejano, impersonal y para nada tocara nuestra vida. Deseamos ahora, en todo caso, penetrar aunque sea un poco en el misterio de Dios, de modo que descubramos en Él nuestra imagen e identifiquemos nuestra semejanza; si su fruto es la vida eterna, bien vale la pena penetrar en el misterio o mejor aún, permitir que nos penetre y nos llene de su vida divina.

Y entre muchas verdades teológicas que pudiéramos discurrir, pero que omitimos porque no es el fin que se persigue, llegamos a esa verdad acerca de Dios que arroja abundante luz sobre el misterio que celebramos hoy: Dios es amor. De esta verdad suma se desprende la Trinidad, y la Encarnación, y la Redención y todas las verdades y las esperanzas que nos mueven.

Ciertamente no puede ser en Dios, amor a sí mismo, porque no se vería bien librado de un egoísmo divino; hablamos más bien, de Dios como amor en sí mismo, y esto es totalmente diferente y hermoso. El amor no gusta de ser solitario, pues amenaza con no ser amor. Para ser auténtico debe ser capaz de salir de sí y volverse fecundo. Partiendo de esta visión, algunos han querido distribuir así el concepto en la trinidad: un Amante (el Padre), un Amado (el Hijo), y el Amor como vínculo entrambos (el Espíritu Santo). No sé hasta qué punto una división así en lugar de ayudar, perjudique, pero lo cierto es que el Dios Uno, que es amor en sí mismo, vive su dinamismo en la comunión de las Tres Personas. Ahora sí que podemos comprender un poco de su incidencia en la vida del hombre; ahora sí que este misterio no parece tan abstracto y lejano. Pues si de amor se trata, entonces se trata también de lo que al hombre le pertenece y lo seduce y lo salva. Dios así se ha revelado para nuestra salvación, como Padre, como Hijo y como Espíritu Santo, que no son versiones diversas ni disfraces diferentes, sino tres personas distintas en un solo Dios verdadero.

GLORIA AL PADRE

Con toda firmeza reconocemos y profesamos que la obra de la redención es obra del único Dios, es decir, de las Tres Divinas Personas, si bien cada una realiza la obra común según su propiedad personal. Sin embargo, en atención a las limitaciones del hombre, se ha revelado gradualmente, de modo que nosotros vayamos sumergiéndonos poco a poco en su misterio. Esto ha dado lugar a asignar, a lo largo de la historia salvífica, un momento a cada una de las Tres Personas, sin olvidar por ningún motivo, hay entre ellas separación ni actúa por sola cuenta. Si bien es cierto que desde la creación y revelación a lo largo del camino veterotestamentario aparecen vestigios de su ser trinitario, el hombre no tendría acceso a este misterio si no fuera por la Encarnación del Hijo y el envío del Espíritu. Se dice que el Antiguo Testamento puede ser considerado el Evangelio del Padre, porque en él aparece el poder creador y el Señor como principio de todo; Él mismo manifiesta su paternidad sobre Israel y establece la promesa de un salvador. Reitero nuevamente lo dicho, que todo es obra de la Trinidad, y menciono el texto del Catecismo de la Iglesia Católica, en el n. 316: Aunque la obra de la creación se atribuya particularmente al Padre, es igualmente verdad de fe que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son el principio único e indivisible de la creación.

En la primera lectura de hoy tomada del libro del Éxodo escuchamos la bellísima presentación que Dios hace de sí mismo: “Yo soy el Señor, compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel”. Sus palabras son la auténtica descripción de un verdadero padre, cualidades que aparecen en los abundantes pasajes a lo largo del Viejo Testamento y que atestiguan su paternidad inclusive expresamente. Pero es Jesús quien habría de darle su verdadero sentido y su justa medida como lo hizo a cada tramo del Evangelio, de sus labios escuchamos, con todas sus letras o en parábolas, quién es su Padre y nuestro Padre. Por su parte, el Espíritu Santo es quien nos hace capaces de decir Abbá, y decirlo con toda verdad.

El Padre es el principio de todo, es el “Yo soy” a Moisés que sustenta cuanto existe; es el forjador de un pueblo nuevo; es el libertador de quienes eran esclavos en Egipto; es el que sale al frente de las tropas de Israel; es el que al llegar la plenitud de los tiempos, envió a su propio Hijo (cfr. Gal 4, 4); es el fin último de nuestra vida, como lo dice Jesús: sean Santos porque su Padre celestial es Santo.

GLORIA AL HIJO

De muchas maneras hablo Dios en el pasado, pero ahora nos ha hablado en su Hijo. En efecto, se hablamos de un Padre, necesariamente hemos de entender que ha engendrado un Hijo, ¡pero de qué manera! Los cuatro evangelios son el compendio inspirado de las enseñanzas y obras de Jesús, el Hijo de Dios, encarnado en María por obra del Espíritu.

Las promesas que nacían en el Antiguo Testamento se cumplen en el nuevo pero en dimensiones insospechadas. El niño que nace en Belén de Judá es el Mesías, el Siervo de Yahvé, el Libertador y todo lo que bajo Palabra de Dios era prometido, lo cumple en Jesús, el hijo de María y del carpintero José. Pero es en Jesús y con Él con quien se revela más expresamente el misterio de Dios, pues quien lo ve a Él, ve al Padre y recibirá su Espíritu. Cristo, siendo la única persona trinitaria que se encarna, comparte con nosotros todo lo que nos es propio y natural, capaz de compadecerse de nuestras debilidades y asumir nuestros dolores. Como dice el Evangelio de hoy, Jesucristo es la prueba del amor de Dios por nosotros, que lo lleva a entregarlo a la muerte por nuestra salvación, según la medida anticipada: nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.

Cristo es el Hijo Único del Padre, por quien nosotros entramos a formar parte de Su familia como hijos de adopción. En Cristo se establece la salvación que ha llegado al hombre y se instaura su Reino. Con su misterio pascual ha quedado de manifiesto su Señorío que lo establece como verdadero Dios y es precisamente el Espíritu quien nos hace reconocer a Jesús como Señor.

El Verbo que existía desde siempre tomó carne y habitó entre nosotros, como lo escribe San Juan. Verdaderamente Dios, se hace también verdaderamente hombre, y en adelante es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Con san Pablo reconocemos que nosotros y la creación entera, gime con dolor esperando que todo sea restaurado en Él, porque todo fue creado por Él y para Él. Aguardamos, como esperanza cierta, su segunda venida lleno de gloria, y por eso nos nace la súplica: ¡maranathá! ¡Ven Señor!

GLORIA AL ESPÍRITU SANTO

Recién hemos celebrado el domingo de Pentecostés y hemos tenido la oportunidad de profundizar un poco más en la Tercera Persona de la Trinidad. Sabemos de cierto que junto con el Padre y el Hijo es Dios y en ellos es también honrado y glorificado. En su acción discreta y eficaz, realiza la obra de santificación de todos los hombres, además de ser para nosotros consuelo, abogado y maestro de la verdad.

A partir de los Hechos de los Apóstoles, luego de la ascensión de Jesús a los cielos, da inicio –por decirlo de alguna manera-, el tiempo del Espíritu. Hay quien nombra al libro de los Hechos como el Evangelio del Espíritu Santo. Viviendo permanentemente en medio de la Iglesia, la asiste, la ilumina y la conduce, como obra de la Trinidad también, que congrega a los hijos dispersos y los encamina a la patria verdadera.

Siguiendo el Catecismo, es en la Iglesia donde se descubre y conoce la labor del Espíritu Santo, y señala algunos lugares privilegiados: las Escrituras que Él inspiró; la Tradición que conserva viva; el Magisterio que Él asiste; la liturgia que nos vincula con Cristo; la oración, donde oran en nosotros; los carismas y ministerios, con que edifica la Iglesia; en los signos de vida que Él genera; y la vida de los santos donde queda de manifiesta su labor eficaz (n. 688).

El Espíritu Santo es consubstancial al Padre y al Hijo, es decir, Dios como ellos, si bien hay distinción de personas. Dicho de otra manera, son distintos pero inseparables.

El que aleteaba sobre las aguas del Génesis, el que hablaba por medio de los profetas, el que cubrió la virginidad de María y la fecundó, el que invistió a Jesús con su fuerza, el que impulsó a la Iglesia, el que inspiró las Escrituras, es el mismo Dios Espíritu Santo que sigue trabajando en nuestra vida de gracia por medio de los sacramentos y en la oración. Es él quien nos hace renacer en el bautismo; el que sella y confirma con su fuerza nuestra fe; el que borra los pecados y limpia el alma; el que transforma el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor; el que fortalece la debilidad del hombre enfermo con la unción; el que configura como otros Cristo con el sacramento del Orden; y el que une para siempre en fidelidad a los esposos y los colma de gracia para su misión.

Dios Espíritu Santo tiene la noble y eterna tarea de estar a nuestro lado y llevarnos a la presencia del Dios Trino y Uno, hasta que la Iglesia llegue al encuentro de su Señor.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Somos cristianos. Nuestra vida toda se resguarda bajo el nombre de Dios, Trino y Uno. A la voz que nombra al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo nos convertimos en hijos del mismo Dios y herederos de la hermosura de su salvación. ¡Qué bello testimonio de los fieles de antaño que todo cuanto emprendía lo hacían marcándose con la cruz e invocando el nombre santo de Dios! Somos pues, trinitarios, porque todo es obra suya. El pontífice que nos engarza con el Dios omnipotente es Cristo, por la acción de su Espíritu. La oración de la Iglesia se dirige siempre al Padre, principio de todo, por el Hijo, único mediador entre Dios y los hombres, en el Espíritu que nos santifica.

Este que celebramos hoy, es el misterio central de la fe y de la vida cristiana, porque es el misterio de Dios en sí mismo, lo que Él es y lo que nos ha revelado amorosamente de sí mismo. Por eso es cierto oír a san Cesáreo de Arlés: “La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad”.

Hoy, al arrodillarnos ante el misterio del Dios Trino y Uno, entendemos la anécdota famosa del Obispo de Hipona en su meditación en la playa, que sorprendido al ver a un niño cavando un agujero en la arena le interroga sobre su fin. Aquel niño quiere hacer un hoyo para meter toda el agua del mar. San Agustín se admira puesto que el deseo de aquel infante es un imposible; y recibe allí mismo la lección que nosotros hoy aprendemos: así de imposible es entender el misterio de Dios uno, en la distinción de Tres Personas. Por eso, como lo he dicho desde el principio, no queremos probar, ni bastarnos con creer, es preciso penetrar y dejarnos penetrar por tan grande misterio para sumergirnos en él y hacerlo vida.

Entre las muchas verdades que nos quedan claras, al contemplar que es el Padre quien revela al Hijo amado y es el Hijo quien da la posibilidad para que a través de sí mismo conozcamos al Padre y el mismo Jesús quien nos envía desde el Padre al Espíritu Santo, nos está invitando a pensar siempre en el otro, a no encerrarnos en nuestros egoísmos sino a interesarnos y preocuparnos por la salvación de los demás.

A los catecúmenos de Constantinopla, S. Gregorio Nacianceno, confía este resumen de la fe trinitaria:

Ante todo, guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Os la confío hoy. Por ella os introduciré dentro de poco en el agua y os sacaré de ella. Os la doy como compañera y patrona de toda vuestra vida. Os doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres, y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin distinción de substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior que abaje...Es la infinita connaturalidad de tres infinitos. Cada uno, considerado en sí mismo, es Dios todo entero...Dios los Tres considerados en conjunto...No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la unidad me posee de nuevo... (0r. 40,41: PG 36,417).

Queridos hermanos y hermanas, que nuestras palabras y nuestra vida, siempre, en cada momento y en todo lugar, le demos gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche