sábado, 19 de marzo de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO II DE CUARESMA


DOMINGO II DE CUARESMA
20 de Marzo de 2011

Del Evangelio según san Mateo 17, 1-9:

«En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, el hermano de éste, y los hizo subir a solas con él a un monte elevado. Ahí se transfiguró en su presencia: su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve.

De pronto aparecieron ante ellos Moisés y Elías, conversando con Jesús. Entonces Pedro le dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bueno sería quedarnos aquí! Si quieres, haremos tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.

Cuando aún estaba hablando, una nube luminosa los cubrió y de ella salió una voz que decía: “Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”. Al oír esto, los discípulos cayeron rostro en tierra, llenos de un gran temor. Jesús se acercó a ellos, los tocó y les dijo: “Levántense y no teman”.

Alzando entonces los ojos, ya no vieron a nadie más que a Jesús. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No le cuenten a nadie lo que han visto, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos"». Palabra del Señor.

INTRODUCCIÓN

En el Evangelio de Mateo, el anuncio y el ministerio de Jesús se desarrolla más intensamente a lo largo del camino a Jerusalén. Itinerantes en esta cuaresma, también nosotros estamos en movimiento y nos introducimos cada vez más en el misterio de la cruz y de la gloria. Porque en Cristo entendemos que pasión y resurrección están íntima y profundamente unidas, más aún, el dolor y la alegría se implican. Sería tan ingenuo, como cristianos, esperar una vida totalmente feliz donde no haya cruz, como someternos a una vida de mortificación, tristeza y cruz donde no quepa lugar para el gozo, las sonrisas y la luz de la resurrección.

El episodio de la transfiguración que escuchamos este domingo, y que se encuentra presente en los tres evangelios sinópticos, acontece luego de la confesión de Pedro que reconoce a Jesús como el Mesías.

Sin embargo, no todo aparece claro para la mente y el corazón de los discípulos, pues apenas le confiesa como el Hijo de Dios vivo, y ya está Pedro tratando de disuadirlo de dirigirse a Jerusalén para la hora del testimonio. Jesús les ha anunciado por primera vez la necesidad de ir a la ciudad santa a fin de padecer ultrajes y muerte para llegar a la resurrección.

Qué diferentes son los pensamientos del hombre a los pensamientos de Dios. Hasta para los discípulos es difícil cambiar la expectativa mesiánica, modificar la imagen que había elaborado el pueblo sobre su liberación, mudar el esquema de poder del Ungido por el de humillación y muerte. Por eso, como un eco de las tentaciones del desierto, Pedro le dice a solas a Jesús: ¡Dios no lo permita, Señor! No te sucederá tal cosa.

Para la meditación y vivencia de este segundo domingo de cuaresma, el Papa dice en su mensaje: El Evangelio de la Transfiguración del Señor pone delante de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización del hombre. La comunidad cristiana toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo, como hijos en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (v. 5). Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria para sumergirse en la presencia de Dios: él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y fortalece la voluntad de seguir al Señor.

En efecto, Jesús encontró la forma de robustecer la fe de sus discípulos que se resistía a un Mesías sufriente. El pasaje de la transfiguración nos anima, como animó a los primeros seguidores de Cristo, a seguir caminando sin desfallecer. Que si bien se avecina la cruz, también el sepulcro vacío es elocuente. La transfiguración revela el final definitivo de nuestra suerte, y por tanto, no debe atemorizarnos y paralizarnos la tragedia del sufrimiento.

Con el Abram de la primera lectura se inaugura el retorno, en la obediencia, a la comunión con Dios, aquella que se extravió en el paraíso. Se funda con él, el pueblo elegido, el depositario de las promesas, cimentado en la respuesta confiada a la llamada de Dios, en la fe y en la obediencia que faltó a Adán. Meditemos pues el Evangelio, esperando que aliente nuestro propio camino de regreso al Padre.

1.- LOS HIZO SUBIR AL MONTE

Era de esperarse que luego del anuncio de la pasión, el corazón de los discípulos se volviera taciturno y se clavara con tristeza en la tierra. Jesús llama a Pedro, a Santiago y a Juan, los mismos que le acompañarán en la agonía del huerto, para hacerles probar la dulzura de la resurrección y animar así su fe. Por eso los hace subir a un monte elevado, es decir, los despega de la tierra, los conduce más allá de los límites de la esperanza humana, los hace subir para que desde la altura puedan comprender ciertas cosas que a ras del suelo no se entienden. Con toda razón estaban confundidos, porque no es fácil conciliar dolor y alegría, cruz y gloria, pasión y resurrección. Es desde lo alto, dejando en el llano las propias expectativas, los egoísmos, los criterios terrenos, los pensamientos y respetos humanos, los caprichos y los apegos, desde donde se puede entender el valor redentor del sufrimiento, desde donde se contempla el resplandor luminoso de la cruz, desde donde se entiende que no hay salvación sin sacrificio, ni es auténtico el amor sin entrega. Pedro, Santiago y Juan, pudieron vislumbrar desde el Tabor, como la tradición nombra aquel monte del suceso, el otro monte del Calvario.

Aquel perfume agridulce, de una muerte anunciada y de una resurrección anticipada, es sólo el buqué del largo y profundo sabor de la eternidad con Dios.

Pero también a nosotros el Señor nos toma y nos llama para subir con Él. Es cuando nuestros corazones caen en depresión y en zozobra; es cuando el dolor nos parece insoportable; es cuando las dificultades de la vida nos arrancan las esperanzas; es cuando la impotencia deja en ruinas nuestra fe, cuando necesitamos subir al monte. En esa marcha en que nos encontramos todos rumbo a la “Jerusalén Celestial” nos puede salir al paso el temor a la cruz, el rechazo al sufrimiento, la resistencia a la voluntad de Dios. Este mismo camino cuaresmal nos regala esta estación en el Tabor para recobrar las fuerzas, para entender el misterio gozoso del dolor, para que transfigurados podamos continuar con esperanza nuestra peregrinación. Si bien es cierto que el Señor nos lleva muchas veces con Él a Getsemaní, hemos de reconocer que también nos hace subir muchas veces al monte para sanar nuestras heridas y motivar la fe. Lo importante, queridos hermanos y hermanas, es que ya sea en el Calvario, ya sea en el Tabor, estemos siempre con el Señor, para que aprendamos a unir la gloria y la cruz de nuestra vida concreta.

2.- Y SE TRANSFIGURÓ EN SU PRESENCIA

El rostro resplandeciente como el sol y las vestiduras blancas como nieve son entendidos como un preludio de la glorificación de Jesús. De fondo no se persigue la intención de mostrar poderío, ni de deslumbrar con señales espectaculares a los afligidos discípulos sino dejar entrever su propio futuro. La transfiguración del Señor es la revelación del destino del hombre, que será transfigurado y glorificado con Él.

La presencia de Moisés y Elías dan ocasión a interpretaciones diversas, igualmente válidas. Moisés es la personificación de la Ley, más aún en Mateo que pone a Jesús como nuevo Moisés desde aquel monte de las bienaventuranzas. Su presencia recoge el hecho de continuidad y plenitud de Cristo en la esencia del pueblo de Israel, el pueblo de la ley y de la alianza. Elías, por su parte, personifica a los profetas que completan los cimientos de Israel, fundado en la apertura al Dios revelado. Esta visión puede ser también una imagen de la gloria del Señor que se revelará en su retorno. O bien, Moisés y Elías garantizan y avalan a Jesús como el Mesías esperado y anunciado. De cualquier manera, tanto las señales como los personajes desembocan en un mismo mensaje: la presentación de Jesús, a sus discípulos, como el Señor glorioso, el Mesías, el Hijo de Dios. Porque son los discípulos quienes necesitan motivos para seguir creyendo; porque son ellos los que se pierden entre la humanidad y la divinidad de Jesús; porque son ellos quienes no comprenden los pensamientos de Dios; porque son ellos los de corazón pusilánime que asusta ante la cruz.

Y entonces, para no dejar lugar a dudas o elucubraciones, por encima de los signos y de Moisés y Elías, aparece la nube luminosa, el misterio de un Dios oculto y presente, una de las figuras originales para representar a Dios desde el principio y aquella voz, la misma que sacó de la nada todas las cosas, disipa toda confusión: “Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”.

La reacción lógica sería que los discípulos se llenaran de júbilo, pero sucede lo contrario, caen rostro en tierra y se llenan de un gran temor. Es el miedo de todo hombre que cae en la cuenta de que es verdad el Dios hecho hombre, la cruz, la resurrección. Es el temor de estar ante lo sagrado y con tanta indignidad. Es el dulce susto de la gloria que le espera a nuestra miseria. Lo que más sobresalto causa al hombre es la exigencia de escuchar a Jesús. Los hombres y mujeres de hoy preferimos hacernos sordos, llenarnos de ruidos, atender a otras voces menos exigentes. Hemos de entender los discípulos de hoy que sólo hay un camino a la glorificación que se anticipa en la transfiguración, y ese camino es Jesús, el Hijo Amado.

Pero hemos de escucharle con todos los sentidos y con el corazón; escucharle incluso más cuando se ha quedado mudo y lo único que se escucha es el último aliento de vida que sale de Él. En esta cuaresma tenemos que escuchar a Jesucristo cuando enseña, cuando hace milagros, cuando se abraza a su cruz, cuando muere y cuando se levanta de la tumba. Escucharle significa dirigirnos por sus palabras y su ejemplo; escucharle implica transfigurarnos; escucharle es reconocerle y seguirle por el camino de la cruz; escucharle es andar resueltamente del Tabor al Calvario.

3.- LEVÁNTENSE Y NO TEMAN

Cuando el dolor y la tristeza han quedado a lo lejos, allá abajo a las faldas del monte, qué a gusto se disfruta a Dios. Cuando el sendero de nota despejado de tropiezos y dificultades, qué fácil es caminar.

Cuando las cosas están a nuestro favor y se respira tranquilidad y beneficio, qué bueno sería quedarse ahí. Sin esperar respuesta, muchos de nosotros nos ponemos a edificar chozas, abrimos cimientos, nos estacionamos en el Tabor.

Queremos estar ahí donde hay sosiego, donde no se ve por ninguna parte la cruz, ni el sufrimiento. No estamos dispuestos a mirar hacia abajo, ni queremos pensar en el dolor del otro monte. Cuando nos sentimos satisfechos, todo parece tan llevadero que podríamos levantar una choza para Moisés y de buena gana abrazaríamos la ley; podríamos levantar una choza para Elías y prestar más oído al llamado de Dios. Pero se nos olvida que nos aguarda muy cerca, un corazón rebelde, caprichoso, débil. Una voluntad que no quiere saber nada de renuncias, ni sacrificios, ni dolores. Aparecemos como Pedro buscando atajos para llegar al gozo sin pasar por la amargura; intentando brechas que nos libren de la cruz.

No se puede permanecer siempre en el Tabor, no por ahora. Es necesario volver a bajar a nuestra realidad, al encuentro de nosotros mismos y de nuestros hermanos, a lidiar una batalla que no termina en un día.

Pero no bajamos solos, Él va adelante para enseñarnos cómo se camina por un sendero de dificultades; Él que fue un hombre carpintero, nos enseña a nosotros a abrazarnos al madero. Jesús camina adelante para abrirnos paso por la multitud que se apiña para insultarle, para condenarlo, para darle muerte. Recibe en lugar nuestro los salivazos, las burlas, los flagelos.

Como a los discípulos de ayer, también a nosotros, cuando estamos con la cara pegada al suelo, cuando tenemos pánico encontrar dolor y muerte en el trayecto, cuando nos resistimos a seguir caminando y a bajar del monte, cuando nos embarga tristeza y desolación, Jesús se nos acerca, nos toca los corazones y nos dice: Levántense y no teman.

Sabemos que así como nos invita el Señor a subir con Él al Tabor, también nos llevará consigo entre los olivos otras tantas noches de sufrimiento. Pero será distinto. Cuando todo sea tinieblas, en nuestros ojos brillará el resplandor de su rostro, la blancura de sus vestidos; en las oscuridades de la soledad, escucharemos la voz que nos renueva las fuerzas y nos confirma en la verdad; en la negrura del desaliento y la desesperación, podremos sentir una caricia y el susurro en lo hondo del corazón: Levántate y no temas.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Adentrados en el ambiente cuaresmal, la Palabra de Dios nos ofrece nuevos bríos para continuar la marcha. Sabemos de sobra que nuestro camino no se dirige hacia la cruz, a la triste contemplación de un condenado a muerte, ultrajado y humillado; no termina este tiempo ante un cadáver, ante el sueño frustrado de un “iluso”. Nuestro paso es firme y sereno porque se encamina al indecible gozo de la pascua, al inabarcable júbilo de un sepulcro vacío. Nos conducimos hacia el misterio de vencedor del pecado y de la muerte, a la adoración del cuerpo glorificado del Hijo de Dios.

Es sólo que la pedagogía de este tiempo fuerte de recogimiento y celebración pretenden llevarnos a la hondura de misterio del amor de Dios. No se disfruta igual de la alegría cuando no se ha saboreado la acidez del sufrimiento; no se celebra igual la resurrección, sin antes haber muerto. Entendemos ya que el triunfo atraviesa la aparente derrota, que el amor camina por la senda del dolor, que la Pascua exige la Pasión.

Apresuremos el paso, queridísimos hermanos, porque aunque parece que el itinerario cuaresmal se extiende demasiado, lo cierto es que se recorre tan pronto. Que la transfiguración del Señor que reflexionamos este domingo sea causa de energía renovada y de una aceptación de la cruz cotidiana mucho más generosa y alegre. Espero que se nos grabe la invitación de Jesús de transfigurarnos con Él, de volcar la oscuridad de nuestro pecado en luminosa claridad, lo turbio de nuestra vida en resplandor de cambio y conversión. Que renovados con la penitencia cuaresmal y con el maná de la Eucaristía y la Palabra, bajemos del Tabor y caminemos con valentía hacia los calvarios de la vida, que en último término, es caminar hacia la Vida Eterna.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
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