sábado, 15 de enero de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO

DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO
16 de Enero de 2011

Muy queridos amigos y hermanos: Al entrar el pecado en el mundo, todo se trastornó. El hombre negó su ser de creatura y quiso ser como Dios. Las consecuencias del pecado en el corazón de la humanidad cada vez es más palpable y visible. Por todas partes se respira violencia, muerte y sangre inocente que corre por nuestras calles, y son los desprotegidos los que pagan el precio mayor, los migrantes, los pobres, los indefensos. Como un eco del recién pasado tiempo de navidad, Juan el Bautista rememora el bautismo de Jesús y lo señala entre la gente como aquel que quita el pecado del mundo. Nos urge más que nunca, implorar la paz y levantar la mirada al Cordero que nos purifica y restaura la armonía.

Del Evangelio según san Juan 1, 29-34:

«En aquel tiempo, vio Juan el Bautista a Jesús, que venía hacia él, y exclamó: “Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de quien yo he dicho: ´El que viene después de mí, tiene precedencia sobre mí, porque ya existía antes que yo´. Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua, para que él sea dado a conocer a Israel”.

Entonces Juan dio este testimonio: “Vi al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y posarse sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ´Aquel sobre quien veas que baja y se posa el Espíritu Santo, ése es el que ha de bautizar con el Espíritu Santo´. Pues bien, yo lo vi y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios». Palabra del Señor.

INTRODUCCIÓN

Aún se siente la calidez del pesebre por la cercanía con las fiestas navideñas, y contemplamos ya a Jesús en el inicio de su ministerio. Este segundo domingo del tiempo ordinario sirve así de engarce y a la vez prepara para celebrar luego las consecuencias del anuncio del Reino emprendido por Cristo, que son su muerte y su resurrección.

En el cántico del Siervo que Isaías nos comparte hoy, adelanta a la confesión del Bautista de que Jesucristo es quien ha de restaurar todas las cosas, llamado para atraer y congregar en torno a sí a todo Israel, y además para ser luz de las naciones, de modo que su salvación alcance a los confines de la tierra. Este reconocimiento de Jesús como el Señor es el que anima al Apóstol Pablo a dirigirse a la comunidad de Corinto, quizás la ciudad más relajada en su costumbres y más vulnerable a dejarse llevar por sus pasiones, para recordarle a los creyentes que han sido santificados por Dios en Cristo Jesús y para presentarle los deseos sinceros y preocupados para que disfruten de la gracia y de la paz.

Quisiera enmarcar el mensaje de la Palabra de Dios de este día en referencia a la perícopa del Evangelio, para que descubramos también nosotros a Jesús como aquel que disipa las tinieblas y establece la luz, que es capaz de restaurar todas las cosas y purificar y santificar los pecados y las debilidades de los hombres. Jesús es el Siervo, es el Señor, es el Cordero de Dios, según la presentación que de él hace cada lectura.

Y hacer tal reconocimiento desde nuestras propias circunstancias, tan marcadas por la confusión, las divisiones y rivalidades, los extravíos de unos y otros, la vuelta al libertinaje y a la defensa torpe de lo indefendible, la proclamación del voluntarismo sobre la razón y la coherencia; el predominio del hundimiento en los placeres irresponsables y la esclavitud inconsciente a los instintos más bajos; el pecado que se infiltra, legalizado y evidente, aunque maquillado y justificado con vastos argumentos.

Partiendo de nuestra realidad, no podemos negar la necesidad de Cristo como luz de los pueblos, como Señor por encima de falsos dioses, como Cordero que destruye el reinado del pecado.

1.- EL PECADO ENTRÓ EN EL MUNDO

Porque el testimonio que da Juan el Bautista no es un mero título, sino el reconocimiento del poder y la misión de Jesús, es conveniente que partamos de la realidad del pecado. El hombre, seducido y engañado por el enemigo astuto, ha alentado en su corazón el afán de ser como Dios. Este es el primer pecado que nos narra la Escritura, y es el pecado permanente que heredamos el género humano porque lo descubrimos cada uno en lo profundo de nuestro ser. Y al momento que la creatura se rebela a su Creador, entra el desorden y reina el caos.

Las consecuencias del pecado son innumerables, pero identificables. Nos basta con enlistar los trágicos sucesos que se anuncian en los noticieros para reconocer con claridad los estragos que ha ocasionado el mal: muerte, violencia, inseguridad, manipulación, corrupción, hambre, pobrezas… y muchos puntos suspensivos. Me llamó la atención la reflexión del Padre R. Cantalamessa a propósito del sufrimiento que atestiguamos hoy y de cómo el dolor inocente constituye un escándalo y la roca del ateísmo. Pareciera incompatible la existencia de un Dios amoroso y compasivo frente a la deprimente realidad del dominio del pecado y sus secuelas.

A lo largo y ancho de la historia encontramos acontecimientos de verdadera confusión por lo cruel que puede ser el hombre con el mismo hombre, y para muchos la fe se queda muda para responder a tales miserias. No se trata, pues, de defender a Dios como causa del dolor del hombre, no consiste siquiera en buscar culpables, se trata más bien de contemplar el proceder del Señor ante tales situaciones.

En la narración de los Evangelios, Jesús ante el sufrimiento de la gente no sólo siente compasión, no sólo se entristece, sino que además hace algo por remediar la pena curando la enfermedad, devolviendo la vida a los muertos, alimentando hambrientos, etc. Dios no argumenta ni teoriza acerca del sufrimiento sino que lo asume y lo transforma. Existe una respuesta cristiana al problema del dolor inocente: Jesucristo, el Cordero que quita el pecado del mundo, como diremos enseguida.

Por lo pronto acordemos algunas verdades: el mal está presente el corazón del hombre, hay dolor y sufrimiento sobre todo de inocentes, el Hijo de Dios al asumir nuestra condición hace propias estas realidades, y él tiene una respuesta a los muchos porqué que brotan de quienes asistimos al espectáculo de horror que damos los seres humanos. Algo es cierto: No es la incapacidad de explicar el dolor lo que hace perder la fe, más bien es la pérdida de la fe la que hace inexplicable el dolor.

2. ÉSTE ES EL CORDERO DE DIOS

La proclamación del Bautista acerca de Jesús es una manifestación cargada de sentido para quienes le escuchaban. La imagen del cordero ha sido utilizada en muchas culturas para representar la inocencia, la pureza. Para los judíos esta imagen tiene muchos significados y referencias bíblicas desde el cordero de Pascua del Éxodo, hasta el cordero victorioso del Apocalipsis, pasando por las profecías de Isaías del Siervo de Dios como un cordero llevado a degollar y el otro ritual del chivo expiatorio.

Señalar a Cristo como el Cordero de Dios nos descubre la encarnación de las imágenes anteriores. Él es el Cordero de Pascua, cuya sangre en el dintel de las puertas, libra del exterminio del ángel de la muerte; el cordero sin defecto que es sacrificado para alimentar al pueblo que se pone en camino; el cordero que anuncia la llegada de la liberación de todas las esclavitudes. Precisamente la hora de la muerte de Jesús, víspera de la Pascua judía, era el momento en que se sacrificaban los corderos en el templo para la cena pascual.

Él es el Cordero Victorioso que tiene poder para abrir el libro y romper sus sellos porque cumplió la promesa de Isaías y fue crucificado y por su sangre todos alcanzamos la redención y podemos blanquear nuestras vestiduras en la sangre de su sacrificio. Él es el Cordero Inmolado, que llevado al matadero camina con mansedumbre, sin proferir insultos ni defensa, el que inocente libera a los culpables.

Él es el Cordero Expiatorio, si tomamos la imagen del antiguo ritual de Israel, que eligiendo dos machos cabríos uno lo daban al templo para el sacrificio y otro, el expiatorio, era el depositario de los pecados y las culpas de todos, luego era abandonado y lapidado a mitad del desierto entre improperios, representando de alguna manera la purificación de las faltas que dejaban en aquel animal y que morían con él en el desierto.

Pues Jesucristo es todo esto y más, es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. No sólo lo borra, porque borrar deja huella de su mal, más bien quita, destruye, aniquila el pecado. La sangre del más inocente se derrama solidaria con tantas sangres sin culpa que corren hoy; la sangre del puro se torna hedionda porque asume y purifica la sangre sucia de nuestros pecados; la sangre de este Cordero quita y lava la iniquidad del hombre. Este es el Cordero de Dios que sin culpa, paga la máxima pena por los delitos de todos.

Las palabras de Juan no son para Jesús un elogio, ni un título de renombre ante los demás, es el agridulce anuncio del dolor que le aguarda: anuncio agrio porque experimentará los más horrendos tormentos en su alma y en su cuerpo; y anuncio dulce porque su sacrificio nos traerá a nosotros la libertad y la salvación.

3.- SER TESTIGOS

La honestidad y rectitud de Juan el Bautista le llevan a reconocer su lugar en el plan salvífico de Dios. No se apega a un papel que no es el suyo y está dispuesto a disminuir y desaparecer para que el verdadero Mesías crezca. No pretende apoderase de un puesto que no es el suyo incluso cuando esto signifique humillarse, y lo dice de muchas maneras en los distintos Evangelios.

Juan declara que el que viene tiene precedencia, es más importante porque existía desde antes. No lo conocía, pero está cierto de que es el Salvador porque se le había anunciado que aquel que fuera ungido por el Espíritu Santo era el Hijo de Dios.

Juan con la misma valentía que anunciaba la cercanía del Reino, con la misma valentía que echaba en cara la culpa de los pecadores, con la misma valentía que invitaba a la conversión, con esa misma valentía revela para todos que Jesús es el Mesías, el Cordero de Dios, el Hijo del Padre. Y doy testimonio de que éste es…dice el Bautista.

Este es el momento de aterrizar toda la reflexión de hoy. No es suficiente con destapar la cloaca y espantarse de los pecados que nos rondan, no es suficiente conmocionarse por el sufrimiento inocente, no es suficiente “saber” que Cristo es el Cordero que ha dado muerte con su muerte al pecado. Es preciso que experimentemos cada uno de nosotros, queridísimos hermanos y hermanas, este poder liberador del Señor que nos purifica y que destruye nuestros pecados.

Sólo quien se siente sinceramente arrepentido y dolido de sus pecados, es quien experimenta este poder en el sacramento de la reconciliación y es quien puede dar testimonio del Cordero, con el argumento más elocuente que es la compasión, la misericordia y el perdón para los propios enemigos.

Es preciso que contemplando su sacrificio inocente por nuestras culpas seamos capaces de hacer lo mismo, uniendo nuestros propios sufrimientos a los de Cristo en la cruz; asumiendo y remediando el dolor ajeno con nuestro tiempo, nuestra compañía, nuestras palabras de fe y de esperanza. Es inútil que nos conformemos con denunciar los sufrimientos de los pobres y que incluso reneguemos de Dios ante los males del mundo, si no nos comprometemos a ser parte de la solución, a hacer nuestras las angustias y las tristezas de los demás, a mover un solo dedo para que la realidad se transforme.

Es preciso que reconozcamos las estructuras de pecado en las que quizás nosotros mismos participamos y nos empeñemos en transformarlas en más justas, humanitarias y evangélicas.

No hay duda de que Jesús es el Cordero de Dios que destruye el pecado; es tiempo pues de evaluar si Él está en nuestro corazón, y si le hemos permitido que destruya el pecado de nuestras vidas, si nos hemos purificado de tantas inmundicias de resentimientos y odios, de desesperanzas y angustias, de mediocridad e indiferencia, de injusticia y de soberbia, de egoísmos y de envidias, en su sangre preciosa derramada por nosotros.

Si en nuestra vida personal, familiar, comunitaria, laboral y social hay pecados que reclaman al cielo, hay atentados contra los pobres y desvalidos, hay vestigios de maldad, entonces no le dejemos pasar de largo, porque éste que viene hacia nosotros es el Cordero de Dios, que nos quita el pecado.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Jesús inicia así su vida pública y su misión de anunciar el Reino, siendo para todos el que viene a curar las heridas del pecado, el que viene a redimir y levantar lo caído, no viene a tomar venganza ni a castigar en consecuencia. Si nos cuestiona nuestra realidad y nos desalienta el sufrimiento que contemplamos, tenemos que caer en la cuenta de que Dios quiere remediar esos males y tanto lo desea que nos ha puesto a ti y a mí para que purificados de nuestras propias culpas, seamos cirineos de los que sufren y aliviemos con los medios que cada uno disponga el dolor del hermano. Seamos testigos del amor de Dios que renueva las cosas, que hace nuevos los corazones y les concede otra ocasión de transformar el mundo.

El trono de la misericordia nos espera para devolvernos la pureza que el pecado nos arrebata; en el confesionario está el Cordero de Dios para echar sobre sus hombros la carga de nuestras iniquidades. La confesión sincera y profunda de las culpas es la manifestación más clara de la auténtica conversión y del reconocimiento de Jesucristo como Señor y como luz de nuestras vidas. Ojalá los fieles valoren la necesidad de arrepentimiento y confíen en el grande amor de Dios que nos perdona, y ojalá que los pastores seamos generosos para ofrecer el perdón de Dios en el sacramento de la reconciliación, de modo que devueltos todos a la gracia ayudemos al Cordero a expulsar de nuestras comunidades el pecado que nos esclaviza. Me despido con los mismos deseos salidos del corazón, con que Pablo saluda a los corintios: A todos ustedes, a quienes Dios santificó en Cristo Jesús y que son su pueblo santo, así como a todos aquellos que en cualquier lugar invocan Su nombre, les deseo la gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre y de Cristo Jesús el Señor. ¡Ánimo!

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
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