lunes, 20 de diciembre de 2010

NI LA MUERTE NI EL DOLOR SON CAPACES DE EXTINGUIR NUESTRA FE

DON  PEPE

La muerte, el dolor están ahí, pero no son capaces de
extinguir nuestra fe, nuestra esperanza, nuestra alegría.

Escrito por: Pbro. Fabricio Seleno Calderón Canabal

Su papá se ha ido para celebrar la Navidad con Dios”. Aún están frescas en nuestras vidas estas palabras pronunciadas por el padre Enrique Pastrana Moreno, Rector del Seminario de Campeche, aquella nublada tarde del lunes 22 de Diciembre de 1997, ante el féretro gris, durante los funerales de mi padre.

La noche anterior, domingo 21 de Diciembre, exactamente tres noches antes de la Nochebuena, abruptamente, descubríamos un nuevo rostro de la Navidad, desconocido hasta entonces por nosotros. La causa: El accidente automovilístico que mi papá había sufrido en la carretera Campeche-Mérida, muy cerca ya de la ciudad de Campeche hacia donde se dirigía.

Al enterarnos del accidente y de sus tristes consecuencias, sentimos como si el mundo, repentinamente, detuviera su marcha; como si Dios, súbitamente, dejara de existir; como si, por arte de magia, las luces y el encanto de la Navidad se eclipsasen; como si la Navidad fuese tan sólo un cuento inventado por alguna persona ingenua.

Ante la trágica realidad, surgió el llanto inconsolable de quienes acabábamos de descubrir que todo el amor del mundo no preserva de la muerte a nuestros seres queridos; el llanto de quienes, por vez primera, contemplan que el nacimiento de Jesús en Belén, además de alegría, gozo y paz, también es soledad, confusión, oscuridad, y… camino hacia la cruz.

Aquella madrugada, mientras viajaba desde Ciudad del Carmen hacia Campeche para reunirme con mi madre y mis hermanos, trataba de imaginar los últimos segundos de la vida de mi padre, cuando, después de intentar controlar el vehículo y de proteger a mi hermana para que no saliera muy lastimada, se dio cuenta de que ya nada más podía hacer.

Seguramente le dominó la angustia y la desesperación; pero también, seguramente, comprendió que su vida estaba ya más llena, que él seguiría viviendo en su hija, a quien había salvado la vida, así como en sus otros dos hijos y su esposa.

Tal vez pensó un momento en ese coche recién adquirido en el cual viajaba, y en su “carcachita” que había dejado estacionada frente a la casa; o, quizá, en la cena y el café calientes que le esperaban en casa. Sin duda, advirtió que su amor al prójimo le había conducido hasta la misma muerte, como la de Aquel Dios-hombre que, dos mil años antes, “inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (Jn 19,30).

En aquellos momentos, tal vez, pasaron por su mente los rostros de todas las personas que le conocían y le estimaban (y que hoy aún continuamos haciéndolo), que por cierto eran muchas. Desde que tengo uso de razón, recuerdo que siempre atendió a las personas con amabilidad y generosidad. Lo mismo cuando fue Supervisor Regional, que sub-delegado y Delegado Estatal del entonces Registro Nacional de Electores; que cuando laboró en la Delegación estatal del ISSSTE, o que cuando atendía el puesto de sodas, a un costado de la Iglesia de San Román.

Quiero revivir hoy, en estas líneas, aquel puesto de sodas, a donde llegaba, y, a Dios gracias, continúa llegando, mucha gente. No iban a comprar, iban a ser atendidos. Mi padre era más que un simple vendedor de sodas y granizados: Hablaba, saludaba, preguntaba, se enteraba, opinaba, ayudaba…

Todos se llevaban, simultáneamente, un vaso de soda y amistad; un granizado y alegría. Pocas veces vi allí clientes anónimos que fueran genéricamente atendidos, excepto durante la feria de San Román, aquellas ferias de hace unos años, cuando la gente se aglomeraba. En este “negocio” importaba más la amistad que la cartera, por lo que, constantemente, a más de uno “la casa invitaba”.

Muchas de estas personas acudieron a la funeraria, a la Iglesia o al cementerio, en aquel día de diciembre, para, con lágrimas en los ojos, explicarle a don Pepe cuánto le agradecían que siempre hubiera servido las sodas y los granizados acompañados de amistad y afecto; o que en algunos de sus empleos anteriores les hubiera atendido y ayudado con amabilidad.

Personas que se acercaron a nosotros para consolarnos con su presencia, con su amistad, con su afecto, con su amor; para animarnos con sus palabras, para recordarnos que «Dios es amor en la alegría y en la tristeza»; para ayudarnos a comprender que «para quien tiene fe, el dolor tiene la misma fuerza que el amor».

Amistad, afecto, palabras y gestos, como el que tuvieron los integrantes de la Pastoral Social de la Parroquia de san Román al compartirnos una cena del amor, nos ayudaron, paso a paso, a la aceptación serena de la realidad. La muerte, el dolor están ahí, pero no son capaces de extinguir nuestra fe, nuestra esperanza, nuestra alegría, nuestro esfuerzo diario de levantarnos después de un tropezón.
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