sábado, 18 de diciembre de 2010

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO IV DE ADVIENTO


DOMINGO CUARTO DE ADVIENTO
19 de Diciembre de 2010

Muy queridos amigos y hermanos: Nos encontramos en los umbrales ya del gran misterio que trajo la paz al corazón del hombre, nos acercamos al portal donde podremos revivir el cumplimiento de la promesa del Dios con nosotros. Resulta confuso y triste celebrar la grandeza de este milagro del mismo Dios que se encarna y nace en nuestra carne cuando nos azota cruelmente el látigo de la violencia y de la guerra fratricida en distintas partes de nuestra patria. Qué lejos está la situación de nuestros días de testimoniar el gozo de la navidad. Pero no podemos perder la esperanza, ni podemos distraer la mirada de las figuras del adviento que alientan nuestra fe. Por el contrario, ante la premura de la llegada del Mesías hemos de evaluarnos personalmente para comprobar que tan dispuesto está nuestro corazón para recibirlo y darlo como luz para los demás.

Del Evangelio según san Mateo 1, 18-24:

«Cristo vino al mundo de la siguiente manera: Estando María, su madre, desposada con José, y antes de que vivieran juntos, sucedió que ella, por obra del Espíritu Santo, estaba esperando un hijo. José, su esposo, que era hombre justo, no queriendo ponerla en evidencia, pensó dejarla en secreto.

Mientras pensaba en estas cosas, un ángel del Señor le dijo en sueños: "José, hijo de David, no dudes en recibir en tu casa a María, tu esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados".

Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que había dicho el Señor por boca del profeta Isaías: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán el nombre de Emmanuel, que quiere decir Dios-con-nosotros.

Cuando José despertó de aquel sueño, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y recibió a su esposa». Palabra del Señor.

INTRODUCCIÓN

En la condición del hombre se resalta una tentación que a veces nos atrapa a todos: la duda, el desánimo, el miedo. Y este aguijón aparece a lo largo de las lecturas de este IV y último domingo del Adviento, pero afortunadamente también aparece el antídoto.

El rey Ajaz, el personaje de la primera lectura, se ve sometido al fuerte impulso de aliarse a otros reyes con el fin de hacerse poderoso ante sus adversarios. Tiene miedo y el miedo le trae desconfianza en el poder del Dios de Israel. Se resiste a pedirle a Dios una prueba de su fuerza porque en el fondo siente terror de perder seguridad, de quedar desamparado, de que Dios no le responda. Por eso para alentar su debilidad, el profeta Isaías, con energía, le hace la promesa del Señor: Una doncella dará a luz un hijo y tendrá por nombre Emmanuel, que atestigua su misión de ser para el pueblo, un Dios que habita entre ellos.

La carta a los romanos, de la segunda lectura, hace una profesión de fe para fortalecer la de los amados de Dios. Lo que se les ha anunciado es una buena noticia, es Evangelio, que manifiesta a Jesús de la estirpe de David, según la promesa hecha a los antepasados, pero Hijo de Dios en cuanto a su condición de espíritu santificador, corroborado por su resurrección de entre los muertos. Este es Jesucristo, el hijo de José y María, la esperanza del hombre, la promesa cumplida, el Dios con nosotros.

Mateo, el evangelista de este nuevo año litúrgico pone de relieve, como ningún otro, la figura de José como modelo de fe y confianza en los planes de Dios. Es este justo varón el que nos anima a gritar con más potencia, porque nuestro corazón está urgido y nuestro mundo se destruye a sí mismo, ¡Ven Señor Jesús! y ven pronto a traernos salvación y a devolvernos la paz.

1.- UNA FIGURA LUMINOSA EN LA PENUMBRA

Son pocas las ocasiones en que los evangelios nombran siquiera a José, el esposo de María. Sin embargo, a estas alturas del adviento, aparece para enseñarnos a vivir de esperanza. Mateo se vuelve el narrador de lo que algunos llaman "la anunciación del ángel a José".

Artesano de oficio, es ya esposo de María, la que ha engendrado por acción del Espíritu Santo al Hijo de Dios. Es esposo como lo declara el texto de hoy entendiendo la usanza de aquellos tiempos. Estando desposados no significaba necesariamente que tuvieran ya vida de cónyuges, por eso se detiene el evangelista a detallar las circunstancias de que José y María, estando desposados y antes de que vivieran juntos, sucedió el milagro de la encarnación.

José no ignora que María está en cinta, ni da lugar a pensar que no sabía la forma misteriosa de cómo ha engendrado su esposa, no olvidemos que es un hombre justo y bueno. Conducido así, no se entiende que José pretendiera repudiar a María por ignorancia. Si la creía culpable, en justicia debía denunciarla; si la creía inocente, por qué entonces dejarla en secreto.

Aparece una opción más que avalan los biblistas actuales y que a la vez me sorprende y convence. José sabe lo que está aconteciendo porque María no sería capaz de ocultárselo, pero tiene miedo, como nosotros, como la humanidad. Su temor es no entender cuál es su papel en el plan divino, quizás se sienta indigno de colaborar en semejante proyecto, por eso lo más honrado y prudente sería alejarse en silencio. Sin embargo, a diferencia de Ajaz, José nos enseña a confiar y es así como se lleva a cabo la redención, la salvación llega a los que creen.

No olvidemos nunca esta lección, queridos hermanos y hermanas, es muy humano sentir miedo, creer que lo que Dios nos pide sobrepasa nuestras fuerzas, pensar que el Señor pasa por alto nuestras limitaciones, pero lo que Él busca es simplemente nuestra disponibilidad, nuestra respuesta positiva, nuestro abandono en sus manos, lo demás siempre lo hará el Señor.

José, el hombre del silencio, la figura gris del Evangelio, se vuelve a la luz de la historia de salvación otro Abraham, un verdadero y nuevo padre en la fe que da muestra de su grandeza al aceptar la vocación que Dios le da y al responder con la obediencia creyente y gozosa a los designios y proyectos del Señor.

2.- Y EL ÁNGEL DEL SEÑOR LE ANUNCIÓ A JOSÉ

El corazón perplejo de José que piensa una y otra vez en aquello que le preocupa se parece mucho a nuestros propios corazones. Por momentos enfocamos toda nuestra atención, nuestra vida y tiempo, en aquello que nos agita e inquieta.

En estos tiempos queda patente de manera peculiar la intranquilidad en el corazón de los hombres que no encuentran paz, que pretenden compensar con poder y ambición el vacío interior, que se empeñan en buscar su valía a costa de pisotear y lastimar a quien sea.

Perpleja está la humanidad que ha perdido lo más grande y valioso: la fe y la esperanza, y por lo tanto ha olvidado cómo amar.

Una promesa era custodiada con celo por el pueblo de Israel, de que tarde o temprano Dios se hiciera presente y los liberara de tantas esclavitudes y humillaciones. El tronco de Jesé, la estirpe de David, sería la puerta por donde entrara el Emmanuel. Esta promesa era el bastión que los resguardaba de la desesperanza, que los hacía levantarse, que los acicateaba a conservar la fe. Y a pesar de eso no les faltaba el desánimo, la duda, la rebeldía.

Pero Dios siempre cumple su palabra, a su modo como debe ser, pero cumple. En sueños Dios le habla a José, descendiente de David y le alienta su fe; el hijo que viene en camino, un hijo que él no engendró es Hijo de Dios, obra del Espíritu Santo; toda la telaraña de confusiones y miedos se entrecruzan para dar cumplimiento a la promesa de salvación; él como padre legal ha de ponerle el nombre como corresponde, un nombre que sabe que es verdad, que testifica que es el salvador. Y fue entonces, sólo entonces, cuando José sintió la paz, cuando cayó en la cuenta que la obra era de Dios, cuando ubicó su papel discreto pero importantísimo en el plan salvífico, cuando reconoció que para Dios no hay imposibles, cuando se sintió elegido y amado de singular manera. No hacía falta más, pedir evidencias sería destruir el mérito de la fe y la confianza.

Ojalá, hermanos y hermanas, que estemos atentos también nosotros a escuchar justamente el anuncio del ángel que nos revela nuestra vocación de hermanos, de hijos de Dios para que podamos alcanzar la paz y la quietud; ojalá que como discípulos de Cristo entendamos que nuestro papel en la sociedad es la de ser constructores de un mundo mejor con los valores del Reino; ojalá que el miedo no nos paralice para aportar nuestro grano de arena para hacer de nuestra Iglesia un signo creíble de la salvación que nos ha traído Jesucristo.

Que el ángel le anuncie a la humanidad entera que no es la violencia, ni la rivalidad, ni la venganza, ni los resentimientos lo que le da la felicidad auténtica. Que nos anuncie a todos que la promesa de Dios está cumplida pero falta nuestra respuesta coherente y generosa para que se establezca la fraternidad y el amor que le gritará al triste la alegría del Evangelio.

3.- RECIBIÓ EN SU CASA A MARÍA

Al despertar, José hizo todo cuanto le fue anunciado, ¡dichoso también él porque ha creído! Concluye el Evangelio de hoy diciendo que recibió a su esposa, y con ella al fruto de sus entrañas virginales, al Mesías, a Jesús el que salva y libera de nuestros pecados.

Su proceder nos indica también a nosotros lo que hemos de hacer en este Adviento, y hacerlo sin tardanza porque el Señor está cerca.

Precisamente en la novena final de este camino espiritual nuestro pueblo celebra las posadas, el recuerdo de la marcha de los Santos Peregrinos José y María que buscan un refugio porque ha llegado la hora de dar a luz. ¡Cuántas puertas de nuestros corazones seguirán cerradas a cal y canto! ¡Cuántos de nosotros nos resistiremos a recibir en nuestra casa a María y, por ende, a Cristo que trae en su vientre!

El tiempo fuerte de adviento y navidad es mucho más que poner un nacimiento, un árbol brillante y unos regalos; es la exigencia de vivir al modo que Jesús nos enseñó, es poner por obra su mensaje, es encarnarlo y llevarlo presuroso a esos ambientes de donde ha sido expulsado. Es recibir y vivir la esperanza de María y la fe de José.

Y en un sentido más amplio, hay que decirlo mis queridos hermanos, es recibir en nuestra casa al prójimo, al que es forastero, al que padece sufrimientos, al que ha perdido la esperanza, al que tiene miedos, al que es víctima. Recibir a alguien en el corazón implica hacer el espacio oportuno para dar hospedaje a otro, sacar de una vez por todas, la espina del odio, la tristeza del resentimiento, el dolor punzante del rencor, el estéril empeño de nuestro egoísmo e indiferencia.

Recibamos pues a María, recibamos a Jesús, recibamos a José y recibamos a nuestros hermanos, amigos o enemigos, a fin de recibir la salvación, la paz, la alegría que no tiene igual.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Amigos y hermanos, el calendario que no se detiene nos urge a aprovechar el tiempo. Cada uno sabe qué es eso que estorba al nacimiento de Cristo en nuestras vidas, cada quien conoce lo que se anida en el alma e impide recibir a nadie más. Que no sea inútil el ejemplo radiante de José, que no tengamos miedo confiar en Dios, que no nos hagamos sordos al anuncio del ángel que nos recuerda nuestra vocación de redimidos. Fiemos nuestra esperanza en Aquel que devuelve al mundo la paz. Dios nos está hablando a gritos en los acontecimientos que nos han tocado vivir acerca de la respuesta que busca de cada uno, pero a Dios sólo se le escucha por la fe.

Empeñemos con mayor intensidad nuestro esfuerzo por vivir de fe, de esa que significa entrar en contacto con el misterio oscuro y luminoso a la vez del Dios con nosotros; la fe que es atrevimiento, es osadía y renuncia a las propias seguridades; la fe que es compromiso con los demás; la fe que es reto permanente de vivir en plena disponibilidad ante Dios y en apertura fraterna; la fe que es señal creíble y anhelada por quienes viven en las tinieblas de la agitación y el desconsuelo; la fe que es aceptar el plan del Señor en nuestras vidas, en las cosas pequeñas de cada día y en las pruebas grandes que robustecen; la fe que es respuesta a la llamada que Dios nos hace de ser sus hijos; la fe que engendra y encarna a Jesús que viene a salvarnos. El motivo de nuestra alegría y esperanza es grande: se acerca el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. ¡Ánimo!

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
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