sábado, 20 de noviembre de 2010

HOMILÍA DE MONS. RAMÓN CASTRO CASTRO

SOLEMNIDAD DE NTRO. SEÑOR JESUCRISTO,
REY DEL UNIVERSO
21 de Noviembre de 2010

Mis estimados hermanos y amigos: Cuando hablamos de reinados aparece la idea de un soberano y unos súbditos que le obedecen, a veces en términos de prepotencia y explotación, o bien, la idea de esos concursos donde se compite por la belleza y los talentos, que sin embargo, son reinados que a lo sumo duran un corto tiempo. La solemnidad de Cristo Rey es una propuesta distinta, pues hablamos de un Señor que domina con cetro de misericordia y de un gobierno universal y eterno. Cabría entonces la pregunta para cada uno ¿quién es el rey de mi vida, a quién le he confiado mi existencia, a quién someto mi voluntad?

Del Evangelio según san Lucas 23, 35-43:

«Cuando Jesús estaba ya crucificado, las autoridades le hacían muecas, diciendo: "A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el elegido".

También los soldados se burlaban de Jesús, y acercándose a él le ofrecían vinagre y le decían: "Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo". Había, en efecto, sobre la cruz, un letrero en griego, latín y hebreo, que decía: "Éste es el rey de los judíos".

Uno de los malhechores crucificados insultaba a Jesús, diciéndole: “Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y a nosotros". Pero el otro le reclamaba, indignado: "¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Nosotros justamente recibimos el pago de lo que hicimos. Pero éste ningún mal ha hecho". Y le decía a Jesús: "Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí". Jesús le respondió: "Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso"». Palabra del Señor.

INTRODUCCIÓN

Hubo un tiempo en la historia de Israel en que quisieron asemejarse a las demás naciones y exigían un rey, inconformes con someterse sólo al Señor de cielo y tierra. Fue así como inició una estirpe real que gobernó al pueblo de la alianza. En esta cronología apareció un rey que vaticinaba la llegada de otro perpetuo y supremo. Hoy contemplamos en el libro de Samuel el reconocimiento de todas las tribus a David como rey, alguien salido de su pueblo que había conquistado la corona por su valentía y su obediencia a Dios.

Por su parte, la alabanza que Pablo comparte con la comunidad de Colosas, agradece a Dios es habernos dado en herencia un reino de luz, el Reino de su Hijo querido que nos redime. Implícitamente, se reconoce a Cristo como Monarca de un reino que es, como dice el prefacio de esta solemnidad, es de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, el amor y la paz. Esto es precisamente lo que celebramos hoy, una fiesta relativamente nueva que cierra con broche de oro el año litúrgico, la gracia de tener como Señor, al que en la cruz nos da muestra de la grandeza de su amor por nosotros, al que es misericordia, salvación y vida, y el deber que tenernos de servirle como fieles vasallos con todas nuestras fuerzas.

1.- POR TRONO UNA CRUZ

El Jesús Crucificado que, como decía san Pablo, es escándalo para los judíos y locura para los sabios, para nosotros es Rey. Era preciso redimir lo que el pecado había extraviado, pero ¡vaya manera de hacerlo! Cuando el pueblo de Israel esperaba un soberano que apareciera con poder y viniera a dominar por la fuerza de su cetro, la sabiduría de Dios se sienta sobre el trono de un madero.

Así aparece clara la confusión de los testigos de la crucifixión, que lo miran, se burlan, ironizan, hacen muecas. Podemos admirar en todo su esplendor la dureza del corazón del hombre y la cerrazón para admitir todo un mensaje que preparaba este momento.

No podemos ser tan crueles al juzgar. Quién se hubiera imaginado siquiera, a un soberano desnudo, ultrajado, coronado de espinas, y padeciendo la más vergonzosa de las muertes, la que corresponde a criminales y malhechores. Aún no descendía la luz a las mentes para que pudieran contemplar la coherencia de las palabras amorosas del Hijo de Dios, en el opaco y tenebroso signo de la cruz.

Jesús vence a los más grandes enemigos del hombre que son el pecado y la muerte, con su propia muerte, de modo que la escena que presenciamos no es un espectáculo sanguinario y lastimoso, es por el contrario, la entronización del Señor que tiene poder y derrota a sus enemigos.

Aún ahora para nosotros, resulta difícil concebir a un rey con corona de espinas, destrozado y sostenido por unos clavos al travesaño de la cruz. Aún nos admira saber dónde quedó el oro y las piedras preciosas, las ricas telas y pieles, el trono majestuoso y soberbio. Pero tenía que ser así, porque su reino no es de este mundo, no tiene necesidad de áureas diademas que ciñen méritos que no se tiene, ni opulentas vestiduras que esconden injusticia y corrupción, ni lujoso sitial desde donde se pisotea al más pobre y vulnerable.

Cristo, al ser elevado en la cruz, eleva a todo hombre esclavo del pecado para dejarle en libertad, es así como se debe gobernar, partiendo de la clara idea que el Catecismo enseña de que reinar es servir, y nadie ha hecho mayor beneficio a la humanidad que Jesús, padeciendo y soportando la ignominia de una muerte ridícula y afrentosa. Así es como salva Dios, así es como gobierna: amando sin límites y desde la cátedra del amor más grande: la cruz.

2.- EL SILENCIO NO ES AUSENCIA

No podemos quedarnos sólo en lo exterior de este momento. Tenemos que atrevernos a echar un vistazo al corazón que está a punto de ser traspasado. No es tan fácil como parece todo. En la patena de la cruz, Cristo está ofreciendo también su propio dolor humano, dolor de saberse traicionado y negado, de verse abandonado por sus amigos y defraudado, de sentirse incluso lejos de la protección de su Padre. Baste recordar aquel grito de angustia y de reclamo, "por qué me has abandonado".

El Señor Jesús, real y profundamente se ha solidarizado con cada hombre y mujer que a lo largo y ancho de la historia sufre y experimenta la impotencia de la enfermedad, del dolor, de la muerte.

Pareciera que el Padre que lo envió a redimir al género humano lo ha dejado solo. Pero Cristo sabe que no es así, porque el silencio de Dios no significa de ninguna manera su ausencia. Por eso pudimos escuchar aquel otro grito, más sereno y confiado, "en tus manos encomiendo mi espíritu".

Bellísimo mensaje y grande consuelo podemos también experimentar nosotros, hermanos y hermanas, cuando al momento de nuestros propios sufrimientos, problemas y angustias, cuando parece que Dios calla, estar firmemente convencidos de que está a nuestro lado para fortalecernos y hacer de cirineo para ayudarnos con nuestra cruz.

Nada puede ser más fuerte que esta certeza cuando los demás se burlen, nos injurien, nos señalen y nos crucifiquen por pretender vivir auténticamente la fe. Como súbditos de este Rey que ha puesto como condición de su seguimiento asirnos a nuestro propio madero, la cruz de cada día, hemos de mirar la paradójica imagen del Dios crucificado y tener por cierto, que si tal sacrificio no fuera redentor, no lo habría puesto sobre nuestras espaldas. ¿Será acaso que desde arriba del madero se puede ver la gloria de la resurrección? Cierto, desde esa altura justa se vislumbra la felicidad, la eternidad, la presencia de Dios que colma las necesidades más profundas y que recompensa nuestras fatigas.

3.- LA CAUSA DE SU CONDENACIÓN

El motivo de la condena debía aparecer sobre la cruz, para que quedara en evidencia su delito. Pero sucede que en este caso, lo que debiera ser causa de vergüenza se vuelve triple aclamación. Al momento de ser exaltado, se aclama a Jesús como rey. La especificación de las lenguas en que aparece escrito no es un dato vano. No, si consideramos la situación histórica del suceso. El signo del poder, del dominio, de la esfera política es Roma y su lengua es el latín; el signo de la cultura, de la sabiduría, de la vanguardia en el pensamiento es Grecia, cuna de filósofos y pensadores, y su lengua, obviamente es el griego; el signo de la religión, de la fe, de la conciencia del pueblo predilecto, el de la alianza y la revelación del Dios verdadero es Israel, y su lengua el hebreo.

La intención del evangelista es precisamente manifestar el señorío de Jesucristo sobre todo tipo de poder, de sabiduría y de religión.

Hoy, observando esta intención, tendríamos que buscar los signos convenientes para manifestar que sigue siendo el señorío de Cristo superior a la tecnología, la moda, la riqueza, la manipulación, el poder, la ciencia y demás candidatos que se postulan para reyes y dominadores de cada ser humano, y que pretenden someterlo y esclavizarlo.

Ser rey es la causa de su condenación. Así que el súbdito se subleva porque quiere un rey a su medida y a sus caprichos, uno que le dé pan y circo, uno que se deje sobornar y que no sea exigente. Risible espectáculo del hombre que crucifica a Dios, porque le queman por dentro sus pecados, porque no puede con su pequeñez, porque prefiere la comodidad de la cloaca a la dignidad de ser hijo de Dios. ¿Y nosotros? ¿Será que repetimos cada vez la crucifixión para deshacernos de la voz incómoda del que quiere salvarnos o le rendimos el libre homenaje de nuestra voluntad para tenerlo como único Señor?

4.- Y SIN EMBARGO, SALVA

No todo era mentira en la boca de los acusadores. Ha salvado a otros y no se salva a sí mismo. Esta es la burla que más resuena en el pasaje que escuchamos: que se salve a sí mismo. Queremos forzar a Dios a que piense y actúe como nosotros lo haríamos, desde nuestro egoísmo, nuestra cobardía, nuestra satisfacción.

Era verdad, ha salvado a muchos de la desesperanza, de la enfermedad, del pecado pero no puede salvarse a sí mismo porque nunca ha sido esclavo de nadie, incluso cuando se encuentra sujeto por los clavos sigue siendo Soberano: nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero, dirá en el Evangelio de San Juan.

No puede salvarse a sí mismo, porque precisamente así quiere gritarle al hombre el amor de Dios; no puede salvarse a sí mismo porque entonces el hombre quedaría sin redención, preso de sus constantes adversarios, la muerte y el pecado. Entonces, qué bueno que no se salvó a sí mismo, porque ha comprado a precio de su sangre preciosa nuestra libertad.

No pasemos desapercibido, hermanos y hermanas, un acto discreto pero lleno de audacia y poderío. Cuando todos le gritan que no puede salvar, está salvando. En sus narices, el Rey dicta sentencia desde su trono de madera tosca y salva al malhechor que se arrepiente. Queda claro de este modo, para quienes es Rey Jesucristo: no para los soberbios y altaneros, no para los que se sienten jueces, no para los duros de corazón, sino para todo pecador que caiga en la cuenta de sus delitos y se arrepienta. El servidor fiel escuchará el mismo veredicto: hoy estarás conmigo en el paraíso.

Este es el Rey que celebramos hoy, el que es capaz de compadecerse y de escuchar la súplica arrepentida del pecador, el que está por encima de cualquier dominador, el que tiene poder de salvar, el que ha compartido con el hombre todo lo que le pertenece al hombre.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Hace más de 80 años ya que la Iglesia de México se consagrado al imperio de Cristo al edificar en el centro geográfico del país un primer monumento, como corazón de la nación, que desde lo alto nos recordara a todos a quién le hemos cedido nuestra voluntad y a quién nos hemos empeñado en servir fielmente. Fue derrumbado y vuelto a construir con mayor esplendor de la fe del pueblo mexicano.

En aquellos años, también muchos hombres y mujeres, de todas las edades y condiciones, fueron capaces de derramar su sangre y entregar su vida con el grito ahogado de ¡Viva Cristo Rey! Ahora es nuestro turno. Que nos gloriemos siempre en la cruz de Cristo que ha vencido a nuestros adversarios y que en ella encontremos la sabiduría escondida que da sentido a la existencia.

Que en los momentos en que nuestra cruz se torne más pesada, recordemos que el silencio de Dios no es ausencia y nos conforte la seguridad de que el que reina desde el madero nos acompaña en nuestras luchas y redime nuestros sufrimientos. Que no nos dejemos dominar por falsos reyes que buscan nuestra perdición y nos hacen esclavos de nosotros mismos y de nuestras pasiones.

Que alcancemos la disposición necesaria para participar, por el arrepentimiento sincero y la conversión del corazón, en el reino de Cristo. Y por último, que nuestra oración constante sea reflejo del deseo interior de vivir junto a Dios eternamente, diciendo cada vez: "Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino".

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
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