Escrito por: Pbro. Fabricio Seleno Calderón Canabal
«La Familia es reflejo de la Santísima Trinidad, que en su misterio más íntimo no es soledad, sino una familia», expresó el recordado Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica Postsinodal Familiaris Consortio, sobre la Familia.
En efecto, Dios –el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo– es una familia y por eso no resulta extraño que la obra de su creación que mejor lo da a conocer es la familia humana. Además, el Hijo de Dios, al encarnarse lo hizo en el seno de una familia, no apareció así nomás en la tierra. Por eso es que la familia también es el primer lugar para encontrar a Dios y saber cómo es.
Estamos iniciando hoy la Semana de la Familia 2010 en todas las parroquias y comunidades de las iglesias particulares de Campeche, Cancún-Chetumal, Tabasco y Yucatán, que, juntas, en comunión, forman la Provincia Eclesiástica de Yucatán.
A partir del mañana lunes 11 y hasta el viernes 15 de octubre tendremos una preciosísima oportunidad de reflexionar, a través de interesantes talleres, sobre la misión educativa de la familia.
Y digo que es una preciosísima oportunidad porque la familia, «núcleo natural y fundamental de la sociedad», es la institución que el ser humano experimenta más cercana en su historia personal, pues todos tenemos, o hemos tenido, una familia, funcional o disfuncional, con sus limitaciones y asegunes, pero todos, incluso Jesús, hemos nacido y/o vivido en el seno de una familia.
Si nos detenemos a mirar con atención la vida de Jesús descubriremos que siempre vivió en relación con la familia: Nació en el seno de una familia (Lc 2,1-12); en su familia, creció en edad, sabiduría y gracia (Lc 2, 39-40; 51-52); dio testimonio de la importancia del matrimonio y la familia en Caná de Galilea durante una fiesta de bodas en medio de un estallido de alegría (Jn 2, 1-11); finalmente, murió en la cruz rodeado de su familia, es decir, María, su madre, y de los que se habían convertido en sus hermanos (Mt 12, 46-50).
La vida de Jesús insiste en la necesidad de poner a la familia en el primer lugar de todos nuestros intereses, tareas y preocupaciones. A través de una familia vino y seguirá viniendo la salvación al mundo. Incluso hoy, en el año 2010, a través de la familia viene a la tierra ese viento que viene de lo alto como la fuente para la transformación del desierto y la plenitud del vergel, ese aire fresco y saludable que al respirar nos llena de vida plenamente humana.
«En aquellos días, cuando sople sobre nosotros el viento que viene de lo alto, el desierto se convertirá en un vergel y el vergel, en un bosque. En el desierto vivirá la justicia y en el vergel, el derecho. El fruto de la justicia será la paz y el derecho». Esta profecía de Isaías (32, 15-18) indica el viento de lo alto como la fuente que inicia el proceso que transforma los parajes inhóspitos y agresivos, como el desierto, en espacios fecundos, y también a los ya gratos, como el vergel, los lleva a la plenitud.
Por eso mismo, una sociedad que no cuida la familia reniega de sí misma y seca la fuente natural de la vida buena. Los grandes valores que hacen grande una sociedad, una ciudad, un país y a cada uno de sus habitantes tienen su cuna original en la familia: El respeto por la vida en todas sus formas y edades; la fraternidad, la solidaridad, el trato digno y justo para todos como iguales, el respeto por la autoridad, etc., son valores que brotan de la familia y necesitan de ella para subsistir.
La familia, el hogar en el que cada uno de nosotros nace y crece, es una escuela que está en la base de todas las demás; una escuela que, cuando falta, se desorienta la conciencia, presenta graves fallas la relación con Dios y con la Iglesia e, incluso, se ve gravemente cuestionada la capacidad de relacionarse socialmente y de adquirir un aprendizaje para la vida diaria.
El papa Benedicto XVI en su Discurso Inaugural en Aparecida, Brasil significó que «la familia constituye uno de los tesoros más importantes de los pueblos latinoamericanos. Ella ha sido y es escuela de la Fe, palestra de valores humanos y cívicos, hogar en que la vida humana nace y se acoge generosa y responsablemente […] La familia es insustituible para la serenidad personal y para la educación de sus hijos» (DI 5).
Es en el seno de una familia, donde la persona descubre los motivos y el camino para pertenecer a la familia de Dios. De ella recibimos la vida, la primera experiencia del amor y de la fe.
En efecto, el gran tesoro de la educación de los hijos en la fe consiste en la experiencia de una vida familiar que recibe la fe, la conserva, la celebra, la trasmite y testimonia. Por esa fe que hemos recibido, nuestra familia necesita siempre de la visita de Jesucristo, el Hijo de Dios, para iluminar con la luz de su presencia y de su Palabra, la oscuridad en que nos sume alguna situación difícil en la vida.
Acudamos con confianza a Él; no olvidemos que la presencia de Cristo, invocada a través de la oración en la familia, nos ayuda a superar los problemas de la vida diaria, a sanar las heridas, propias de las relaciones interpersonales, y abre nuevos caminos de esperanza (Cfr. DA 119). Aprovechemos esta oportunidad de ayudar a crecer y mejorar nuestra familia.
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