sábado, 9 de octubre de 2010

HOMILÍA DE MONS. RAMÓN CASTRO CASTRO

DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO
10 de Octubre de 2010

Estimados amigos y hermanos: Sucede con las palabras lo mismo que con las cosas materiales y hasta con ciertos gestos o acciones: a causa del mucho uso se desgastan y pierden significado y valor. ¡Qué común es decir gracias, pero cuántas veces suena tan hueco! La liturgia de este domingo, en el banquete de la Palabra, nos sirve de plato fuerte el tema de la gratitud, acompañado de otro no menos actual y nutritivo como la enfermedad y la compasión. ¡Ánimo!

Del Evangelio según san Lucas 16,19-31:

«En aquel tiempo, cuando Jesús iba de camino a Jerusalén, pasó entre Samaria y Galilea. Estaba cerca de un pueblo, cuando le salieron al encuentro diez leprosos, los cuales se detuvieron a lo lejos y a gritos le decían: "Jesús, maestro, ten compasión de nosotros". Al verlos, Jesús les dijo: "Vayan a presentarse a los sacerdotes". Mientras iban de camino, quedaron limpios de la lepra.

Uno de ellos, al ver que estaba curado, regresó, alabando a Dios en voz alta, se postró a los pies de Jesús y le dio las gracias. Ese era un samaritano. Entonces dijo Jesús: "¿No eran diez los que quedaron limpios? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido nadie, fuera de este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios?" Después le dijo al samaritano: "Levántate y vete. Tu fe te ha salvado"». Palabra del Señor.

INTRODUCCIÓN

El año litúrgico es un verdadero itinerario formativo de los discípulos misioneros de Jesucristo. Cada domingo recibimos la lección que hemos de meditar y asumir a lo largo de la semana a fin de robustecer y perfeccionar nuestra vida cristiana. Hemos hablado de las riquezas y de los bienes verdaderos; hemos contemplado el don de la fe auténtica; hoy toca el turno a ese otro gran tesoro que es la gratitud.

La trama se desarrolla entre lepra y salud, tanto en la primera lectura como en el Evangelio y tiene su desenlace en el reconocimiento del poder de Dios y la alabanza que se merece.

El segundo libro de los Reyes nos recuerda la historia del general sirio Naamán quien siguiendo las indicaciones del profeta Eliseo, puede atestiguar el poder de Dios al quedarle su piel limpia luego de padecer la terrible enfermedad infecciosa de la lepra. Su gratitud se vuelve reconocimiento del Dios verdadero y de consagración para en adelante adorarle sólo a Él.

Por su parte, en la lectura intermitente de la segunda carta del apóstol Pablo a Timoteo podemos admirar la fortaleza del apóstol para sufrir por causa del Evangelio, con la firme certeza de que Dios permanece fiel y que la esperanza de resucitar con Cristo nos basta.

Admirable confianza de san Pablo que nos advierte e invita a vivir de la Palabra y a trasmitirla, puesto que la Palabra de Dios no está encadenada y toda a todos los corazones.

1. LA LEPRA, ENFERMEDAD MUTILANTE Y VERGONZOSA

Esta enfermedad tiene una larga historia. En la Biblia aparece desde el Pentateuco con varias menciones. En el libro del Éxodo se describe y en el Levítico se indican los procedimientos para la purificación de los leprosos que han sanado. A lo largo del Antiguo Testamento, en general, aparece como un verdadero castigo de Dios y una señal de impureza. Así se entiende la enfermedad de María, esposa de Aarón, que se contagia por su malicia y murmuración contra Moisés; o el caso que se aborda hoy del sirio Naamán; o uno más de los sufrimientos del santo Job.

Lo cierto es que quien padeciera este mal debía ser expulsado de la comunidad, vivir entre los sepulcros o lugares inhóspitos y padecer no sólo la enfermedad, sino también la soledad, la discriminación y los contraproducentes lugares insanos en que habitaba. Es fácil entender todo esto por lo crueles que son sus síntomas: cuerpos en descomposición que caminan, personas muriendo a pedazos, carne putrefacta que horroriza y asquea. Todo parecía indicar que era un verdadero y horrendo castigo, las consecuencias de las malas obras. Ahora sabemos que es una enfermedad más y por lo tanto no es ningún castigo divino, pero hemos de reconocer que las medidas que se tomaron fueron las adecuadas para su tiempo en vistas al bien común. A partir de 1930 aparecen los primeros intentos eficaces para remediar este padecimiento. Ahora sabemos también que si bien Dios es justo, no es despiadado ni verdugo de nadie.

Al tiempo de Jesús, sigue siendo una enfermedad común, por lo que en el pasaje evangélico que escuchamos, los diez leprosos se detienen a lo lejos –como ordena la ley mosaica-, y a gritos, para hacerse oír, le suplican al Señor.

Sin embargo, no podemos quedarnos únicamente en el diagnóstico médico de una mera enfermedad. La Palabra de Dios, que no está encadenada, viene siempre con un mensaje actual y necesario para los hombres y las mujeres de este tiempo. Pareciera que la lepra ha sido curada y no es un peligro para la medicina de hoy. Empero, en el fondo entendemos bien que el mensaje es otro. Tenemos que decirlo, sigue existiendo lepra en el corazón de muchos de nosotros y siguen existiendo jueces despiadados que estigmatizan a tales leprosos.

Bajo pieles suaves y cuidadas, es posible que se oculten las auténticas lepras del desamor, de la falta de esperanza, del cúmulo de rencores y resentimientos. Hay lepras más sutiles que astutamente podemos justificar como la indiferencia ante el sufrimiento ajeno, o la falta de compasión ante tantos hermanos que padecen violencia, dolor o pérdidas profundas. Existe la lepra de la incoherencia en tantos que nos decimos discípulos de Cristo y la lepra del conformismo con una fe que es más costumbre y obligación, que opción de vida y convicción.

Existen también los que se creen “sanos” y se vuelven jueces más que hermanos del que ha fallado. Hay quienes siguen excluyendo de la comunidad a quien se equivocó. Aún hay dedos hipócritas que se levantan y señalan a los “malos”. Quedan muchos que negando la palabra, o aplicando la ley del hielo, o ignorando al prójimo están expulsando y tachando de leprosos a sus hermanos. Quizás se han olvidado que Jesús, médico del cuerpo y del alma, vino por lo enfermos y no por los sanos.

2. JESÚS MAESTRO SE COMPADECE

Así le llaman a gritos a Jesús, como maestro. Ciertamente, como a un genuino maestro, acreditado con palabras y obras delante de todo el pueblo. Un maestro que no enseña sólo con el discurso y la predicación de la caridad, sino que vive el amor con todos. Es el Dios poderoso que se vuelve débil ante el dolor del hombre.

Pero a este médico hay que gritarle. Sucede que muchas veces nos acostumbramos a vivir con estas terribles enfermedades que ya no procuramos más al doctor en busca de salud. Y puede pasar una y otra vez el Señor delante de nosotros y no le suplicamos su auxilio. Estos diez leprosos sí nos dan una verdadera lección de ganas de vivir y de luchar por curar su mal.

Le gritan, no se acercan porque lo tienen prohibido, pero pueden gritar y lo hacen. Ante aquel espectáculo de dolor y de congoja, Dios no puede permanecer indiferente ni hacerse el sordo. Bastó con verlos para que su compasión los condujera directo a la curación: “Vayan a presentarse a los sacerdotes”.

Presentarse a los sacerdotes del pueblo era lo estipulado para todo leproso que sanara. ¡Qué fe la de aquellos hombres! Contemplan su carne ulcerada y fétida y se encaminan hacia los sacerdotes con esa grande esperanza que les ha dado el maestro, esperanza que se cumple mientras van de camino, no de inmediato, sino cuando ha quedado de manifiesto la fe. No son como nosotros que repetimos el gesto de Tomás: ver para creer. A nosotros nos tiene que comprobar primero su poder y luego aceptamos darle la limosna de nuestra “fe”. ¡Qué pobres y qué enfermos podemos estar nosotros sin darnos cuenta!

3. QUÉ BUSCABAN EN REALIDAD

El tercero y último de estos breves actos del trozo de Evangelio que escuchamos nos revela las verdaderas intenciones. Es ahora que caen las máscaras y aparecen los verdaderos rostros. Los diez leprosos han quedado limpios y sólo uno de ellos, el que es extranjero, el que no es heredero de la fe de Abraham, el que no pertenece al pueblo elegido, el que lleva el yugo de ser un pagano a los ojos de los judíos, al verse sano, él y sólo él regresa a donde Cristo para darle gracias.

En sobrias y escasas palabras el autor del Evangelio nos trasmite el gozo del antes leproso que no le cabe en el pecho. Va alabando a gritos, pega saltos, está realmente feliz; no lo dice el texto pero sin duda que por sus mejillas corren sendas lágrimas de gratitud y no podía ser de otra manera, si ha quedado limpio, si ha terminado su vergüenza y la expulsión de entre los suyos. Dice textualmente: “se postró a los pies de Jesús y le dio las gracias”.

El reclamo que sigue en boca de Jesús no significa que no se conmoviera ante la alegría de este hombre agradecido. Es el reclamo que muchos de nosotros ya no queremos escuchar. Es la tristeza del Dios que se siente defraudado; la dolorosa demostración de que a Dios se le busca no por amor sino por conveniencia.

Queda el sabor a amargura en las penosas preguntas de Jesús: ¿no eran diez los sanados? ¿Dónde están los otros nueve? ¿Nadie, fuera de éste ha vuelto para glorificar a Dios? Hermanos y hermanas, aplicadas para el caso suenan lógicas y justificadas estas preguntas, pero si las dirigimos hacia nosotros, ¡sorpresa! ¡qué miedo, qué terror, qué vergüenza!

Han quedado al descubierto las verdaderas intenciones, las del corazón. Aquellos nueve no buscaban a Cristo sino el milagro. Y no hay por qué escandalizarse cuando se parecen tanto a nosotros que muchas veces buscamos a Dios más por lo que podemos obtener de Él que por estar a su lado y aprender a hacer su voluntad.

Afortunadamente uno regresa poniendo en evidencia que su verdadera sed ha quedado saciada; que su verdadera enfermedad al fin ha encontrado curación; que sus verdaderas lepras han empezado a ceder porque se ha encontrado con Dios.

Y nosotros, ¿buscamos a Dios o buscamos milagros? ¿Buscamos la paz en su voluntad o la satisfacción de nuestros caprichos? ¿Seguimos al maestro o lo utilizamos para nuestro beneficio? Cuántos de nosotros podemos pasarnos la vida buscando y exigiendo de Dios un milagro para poder creer. Cuántos mantenemos en pausa nuestra entrega a Dios hasta no ver un hecho extraordinario. Cuántos pasamos por alto los milagros ordinarios que recibimos constantemente de Dios como la vida, la salud, la familia, los amigos, el trabajo, y todo lo que nos rodea. Sería una pena que por esperar lo aparatoso de un fenómeno anormal no disfrutáramos de tantos prodigios con que nuestro Padre Dios nos abraza y deleita cada día.

Ojalá que aprendamos la lección. Los nueve alcanzaron la curación de un mal temporal, el único que regresó movido por la gratitud alcanzó la salvación eterna: “Levántate y vete. Tu fe –no sólo te ha curado-, te ha salvado. Busquemos pues la salvación que nos trae Jesucristo.

A MODO DE CONCLUSIÓN

No desesperemos ante las adversidades, enfermedades o sufrimientos de la vida porque vienen junto con nuestra naturaleza humana, de creaturas. Que sean más bien el trampolín para encontrarnos con el Señor y con su gracia sobre llevar con amor las adversidades para que esos pequeños méritos se sumen a su pasión y alcancen para todos la salvación y la gloria eterna, como era el deseo del Apóstol.

Que abramos bien los ojos de la fe para que reconozcamos en cada cosa y acontecimiento un milagro que recibimos como obsequio y nos veamos movidos a hacer de nuestra vida un altar vivo donde demos gloria, con nuestras palabras y testimonio, al único Dios verdadero, como Naamán, el general del ejército sirio.

Y por último, que seamos capaces de reconocer nuestras propias lepras, nuestras propias enfermedades que matan el alma y tengamos el valor de buscar a Jesús que pasa continuamente a nuestro lado para derramar misericordia y curarnos.

Que nunca nos sintamos tan sanos como para señalar y juzgar al hermano porque al fin de cuentas compartimos la misma enfermedad del pecado. Que aprendamos a disfrutar los continuos prodigios con que nos consiente Dios y agradezcamos con sinceridad tantos milagros que nos ha obsequiado ya.

Que la gratitud por tantas bendiciones recibidas quede patente en una vida consagrada a hacer la voluntad de Dios y a servir a los hermanos. Ese será el más grande milagro. Que nuestra gratitud sea sincera, que nuestra acción de Gracias sea constante y vayan siempre acompañadas de una vida fecunda que se traduzca en fe, en esperanza y en caridad para con todos.

Dice un himno de la Liturgia de las Horas: No basta con dar las gracias sin dar lo que las merece; a fuerza de gratitudes se vuelve la tierra estéril. Agradezcamos pues a Dios con nuestra vida todos sus milagros y beneficios. ¡Ánimo!

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
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