lunes, 13 de septiembre de 2010

¡QUE EN CRISTO, NUESTRA PAZ, MÉXICO TENGA VIDA DIGNA!

Escrito por: Pbro. Fabricio Seleno Calderón Canabal

«Pero una noche, mientras dormían los hombres, vino su enemigo a sembrar cizaña entre el trigo, y se fue». Es el versículo veinticinco del Capítulo 13 del evangelio de san Mateo.

En México, desde hace algunos años, muchos están obstinados en buscar quien sembró la cizaña, la mala hierba; es decir, buscan al culpable de la escalada de violencia que vivimos actualmente, pero sin afanarse en buscar algún camino de solución para detener esta espiral de violencia.

Al igual que en varios países de América Latina y del Caribe, en México se está deteriorando, en la vida social, la convivencia armónica y pacífica, por el crecimiento desmesurado de la violencia, que se manifiesta en robos, asaltos, secuestros, y lo que es más grave en asesinatos que cada día destruyen más vidas humanas y llenan de dolor a las familias y a la sociedad.

Algo tenemos que hacer para tratar de reconstruir el tejido social, pues si continuamos así, en algunos años más estaremos perdidos. Tenemos que esforzarnos por construir un nuevo rostro de nuestro país, buscando la paz y no la violencia, buscando la vida y no la muerte, buscando la libertad y no la esclavitud que provoca el crimen organizado y las adicciones.

Continuar así significa creer más en la violencia que en la paz, significa aceptar todo cuanto nos propone esta sociedad de la prepotencia y de las desigualdades humillantes.

¡Qué en Cristo, nuestra paz, México tenga vida digna! Cristo vino al mundo para que todos tengamos vida y la tengamos en abundancia (Jn 10,10). Él nos cuenta la parábola de la humildad, para cambiar la teoría del “ojo por ojo, diente por diente”, por el “perdónanos como nosotros perdonamos” del Padrenuestro.

Cristo nació en una insignificante población, rodeado de pastores pobres y marginados, en un rústico pesebre. Después de su nacimiento, José tuvo que esconder al niño y a su Madre, María, en Egipto porque Herodes le buscaba para matarlo.

Vivió 30 años en el silencio de la vida cotidiana; durante tres años predicó la verdad más fascinante; habló del amor y la misericordia de Dios, del perdón y de la vida eterna. Toda su enseñanza quedó sintetizada en las Bienaventuranzas.

A los Doce apóstoles que esperaban marchar, como un gran ejército, hacia Jerusalén para liberar al pueblo de la dominación romana, les responde muriendo semidesnudo en una cruz.

Tres días después resucitó. Sí. ¡Resucitó! Llenando de vergüenza a los soldados romanos que no podían explicar lo sucedido. Ninguno se acordó que anunció su resurrección; ni siquiera sus discípulos.

Todos estaban convencidos que la muerte había interrumpido el camino de paz propuesto por el gran profeta Jesús. Los poderosos de la tierra pensaban que habían puesto fin a la historia de Jesús; creían que cerrando el sepulcro con una gran piedra escribían el último capítulo de esta historia. Pero no fue así.

Aquello era solo el principio. Porque así como nadie puede impedir que amanezca, de la misma manera, nadie puede frenar el poder de Dios. No se puede encerrar en una tumba al creador de la vida. Con la resurrección de Jesús, la luz de la vida ha roto para siempre la oscuridad de la muerte. Al amanecer del día de la resurrección, de la tumba vacía surgió la vida y nada la detendrá.

Sin embargo, aún hoy algunos ocultan la paz, la manipulan, la desprecian, la disfrazan. Por eso es más lógico creer al ejército romano que a Magdalena y las asustadas mujeres que regresan del sepulcro.

Por eso existe un camino que va de Jerusalén a Emaús, que recorren dos hombres profundamente tristes y desilusionados. Jesús, el gran profeta en quien habían puesto sus ilusiones y sus esperanzas, fue crucificado y está muerto. En sus corazones ni siquiera cabe la posibilidad de que Jesús fuera a resucitar; para ellos todo ha terminado ya.

Este camino es semejante al que recorre el hombre de hoy encerrado en su propia ilusión y en su egoísmo, pensando que ya nada ni nadie podrá cambiar el rostro dolorido y sufriente del México en que vivimos.

Muchos hombres y mujeres, hoy, van por el camino hacia Emaús, que es el camino de la desesperación, la desilusión, la indiferencia, la violencia, el rencor, el pesimismo, la división. «Nosotros esperábamos...» tantas cosas, pero todo sigue igual. Por eso es preferible encerrarse en el propio mundo, desentenderse de los demás y que cada uno se las arregle como pueda.

En este camino, un desconocido camina con nosotros hoy; es un hombre de una presencia discreta que busca explicarnos el secreto de la vida. Es Jesús vivo y resucitado que se hace el encontradizo para pronunciar en nuestro interior palabras de consuelo y de aliento que vuelvan a despertar el entusiasmo y la ilusión que el miedo ha paralizado. ¿Sabremos reconocerlo los hombres y mujeres del año 2010?

«No tengan miedo», dice el ángel a las asustadas mujeres. Nosotros tampoco debemos tener miedo. No es únicamente un nuevo día el que ha comenzado; es el amanecer de un nuevo México donde brille la vida, la paz, el amor, la justicia, la solidaridad. ¡Qué en Cristo, nuestra paz, México tenga vida digna!

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