sábado, 25 de septiembre de 2010

HOMILÍA DE MONS. RAMÓN CASTRO CASTRO

HOMILÍA PARA EL DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO
26 de Septiembre de 2010


Estimados Amigos y Hermanos: Un saludo cariñoso y fraterno. La Palabra de Dios nos coloca ante una enseñanza singular e importantísima. Es como si fuera una obra de teatro: Primera escena: Nuestra vida cotidiana. Entre el rico encerrado en sí mismo que come y el pobre Lázaro existe un portal. Está CERRADO. El telón cae sobre la muerte de los dos personajes: el primero es "enterrado"; el segundo es "trans-portado" por los ángeles.

Segunda Escena: El reino de los muertos. El cielo y el infierno: Entre ambos, un abismo. No hay paso para nadie, ni para la caridad, ni para los que "quieran" pasar. No se puede. Tercera Escena: Continuamos entre los muertos, pero al fondo del decorado aparece nuestra vida cotidiana, donde viven los cinco hermanos del rico. Se podría llegar hasta ellos y prevenirles, pero es inútil porque su corazón está también herméticamente cerrado. Y el drama termina con una frase que debería preocuparnos: "No harán caso ni aunque resucite un muerto".
La moraleja de la historia es que nadie, ni siquiera un Resucitado, puede obligar a amar. Los rechazos del amor son abismo infranqueables. ¿El Resucitado encuentra eco en tu corazón?

Del Evangelio según san Lucas 16,19-31:

«En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: “Había un hombre rico que se vestía de púrpura y telas finas y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo, llamado Lázaro, yacía a la entrada de su casa, cubierto de llagas y ansiando llenarse con las sobras que caían de la mesa del rico. Y hasta los perros se acercaban a lamerle las llagas.

Sucedió, pues que murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham. Murió también el rico y lo enterraron. Estaba éste en el lugar de castigo, en medio de tormentos, cuando levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro junto a él.

Entonces gritó: ‘Padre Abraham, ten piedad de mí. Manda a Lázaro que moje en agua la punta de su dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas’. Pero Abraham le contestó: ‘Hijo, recuerda que en tu vida recibiste bienes y Lázaro, en cambio, males. Por eso él goza ahora de consuelo, mientras que tú sufres tormentos. Además, entre ustedes y nosotros se abre un abismo inmenso, que nadie puede cruzar, ni hacia allá ni hacia acá’.

El rico insistió: ‘Te ruego, entonces, padre Abraham, que mandes a Lázaro a mi casa, pues me quedan allá cinco hermanos, para que les advierta y no acaben también ellos en este lugar de tormentos’. Abraham le dijo: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen’. El rico replicó: ‘No, padre Abraham. Si un muerto va a decírselo, entonces sí se arrepentirán’. Abraham repuso: ‘Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto’”». Palabra del Señor.

INTRODUCCIÓN

Luego de proponer a sus discípulos la parábola del administrador infiel e invitar a usar las “riquezas injustas” para ganar amigos en el cielo, el Señor sentencia: «No pueden servir a Dios y al Dinero» (Lc 16,13,). El apego a las riquezas necesariamente conduce a un desprecio de Dios, muchas veces sutil e inconsciente (domingo anterior). En seguida el evangelista comenta que al escuchar aquella enseñanza algunos fariseos «se burlaban de Él» (Lc 16,14).

¿Por qué reaccionan de ese modo? Porque, según explica San Lucas, ellos «eran amigos del dinero». Como son “amigos del dinero” consideran que es un absurdo total la oposición que el Señor establece entre Dios y el dinero. La respuesta del Señor será dura: «Ustedes son los que se la dan de justos delante de los hombres, pero Dios conoce sus corazones; porque lo que es estimable para los hombres, es abominable ante Dios» (Lc 16,15). ¿Qué es estimable para los hombres? La riqueza, así como el hacerse amigo de hombres ricos. ¿Qué es abominable para Dios? La riqueza que se convierte en un ídolo para el hombre, volviéndose “injusta”.

1.- LA PARÁBOLA

El Señor afianza la enseñanza afirmada con una parábola, que habla del destino final de un rico y de un pobre que está a su puerta. Ambos son hijos de Abraham, ambos son miembros de un mismo pueblo. Mientras el judío opulento no parece encontrar mejor uso para su dinero que banquetearse todos los días con sus amigos, su hermano se encuentra a la puerta de su casa anhelando saciar su hambre con las sobras de la mesa del rico. Su situación de abandono y miseria absoluta no despiertan la atención ni la compasión del rico, que preocupado tan sólo de gozar de sus riquezas permanece indiferente e insensible ante el sufrimiento de Lázaro.

El contraste que plantea el Señor en su parábola es muy fuerte. Entre ricos insensibles y pobres necesitados de todo, Dios está de parte de estos últimos. Esto queda claramente indicado en la parábola ya desde el mismo nombre que el Señor le pone al pobre: Lázaro. Este “detalle” es tremendamente significativo, más aún cuando es la única parábola en la que el Señor pone nombre a alguno de sus personajes (epulón no es un nombre).

En la mentalidad oriental el nombre era un elemento esencial de la personalidad del portador. El nombre expresa una realidad. Lo que no tiene nombre no existe. Lázaro es la forma griega del nombre hebreo Eleazar, que significa “Dios es (su) auxilio”. Así el pobre Lázaro, despreciado e innominado para los hombres poderosos, es para Dios una persona que merece su amor, su compasión y su auxilio. En cambio, el rico que cierra sus entrañas a Lázaro carece para Él de nombre. Este auxilio de Dios a favor del pobre quedará de manifiesto definitivamente a la hora de la muerte: «Hijo, recuerda que en tu vida recibiste bienes y Lázaro, en cambio, males. Por eso él goza ahora de consuelo, mientras que tú sufres tormentos».

Mientras que Lázaro es acogido en el seno de Abraham porque encontró en Dios su auxilio, el rico se encuentra lejos del “seno de Abraham” por usar sus riquezas de un modo mezquino y egoísta, por negarse a compartir aunque sea las migajas de su mesa opulenta con quien, hundido en la más absoluta miseria, suplicaba un poco de alivio y auxilio echado a la puerta de su casa.

Lázaro por la fe en Dios habrá ganado la vida eterna (ver 2ª. lectura), mientras que el rico epulón la habrá perdido. Por no escuchar rectamente a Moisés y a los profetas se encontrará en un lugar de eterno tormento. El abismo que existe entre ambos es símbolo de una situación o estado que no puede cambiar, que es eterno.

2.- EPULÓN: TOTALMENTE CERRADO EN SÍ MISMO

Lo malo no es ser rico. Como tampoco es malo ser guapo, o listo, o habilidoso. Lo malo consiste en no saber utilizar la riqueza como un «talento», que hay que hacer fructificar como es debido. Lo malo no es «ser rico». Lo malo es «epulonear»; verbo intransitivo, que significa «dejarse llevar por la mecánica del dinero».

En la parábola vemos que se condena el hombre que en vida posee riquezas no por la posesión de las mismas, sino en cuanto que, disponiendo de medios en abundancia, los derrocha para su deleite personal sin darle siquiera las sobras al indigente que está sentado a la puerta de su casa. Totalmente cerrado en sí mismo, absorto en el disfrute de sus bienes, permanece insensible e indiferente ante las necesidades del pobre Lázaro. Su hambre no le interesa, sus heridas no despiertan su compasión, su sufrimiento no lo conmueve, su dolor no le duele.

El corazón de este rico está totalmente endurecido. Y nosotros, ¿somos ricos? Quizá sí, quizá no. Quizá vivimos ajustados, o quizá vivimos con cierta comodidad, o quizá sin ser ricos tenemos alguna posesión de bienes.

Sea como fuese, ¿podemos excusarnos y decir: “esta parábola no se aplica a nosotros porque no somos ricos”? De ninguna manera. Y es que la pregunta que debo hacerme no es si soy rico o no, sino: ¿descubro en mí las mismas actitudes de aquel rico? ¿Pienso que cada cual se las tiene que arreglar en la vida como pueda, y que no me atañe el destino del pobre? ¿Me quejo de que los pobres no hacen sino pedir y pedir?

La lección de esta parábola está dirigida ciertamente a los ricos, especialmente a aquellos que carecen de toda conciencia social, pero también va para todos aquellos que aunque no sean ricos de hecho lo son “de corazón”, pues viven tan apegados a los bienes que poseen y tan concentrados en mantener su propia “seguridad económica” o “estatus de vida” que se vuelven ciegos y sordos a las urgentes necesidades de aquellos que están sentados “a la puerta de su casa”.

El Señor advierte que el egoísmo, el apego al dinero y riquezas, la avaricia, la mezquindad, la indiferencia ante las necesidades de los demás, el desinterés por el destino de los demás, el desprecio del pobre, traen consigo gravísimas consecuencias para toda la eternidad.

Quien no abre su corazón al amor, a sí mismo se excluirá de la comunión de amor que Dios le ofrece más allá de esta vida, un estado de eterna soledad y ausencia de amor que se llama infierno. El Señor nos invita a ser buenos administradores de los bienes que poseemos, sean muchos o pocos, haciéndonos sensibles al sufrimiento de los menos favorecidos, cultivando actitudes de generosidad, de caridad y de solidaridad cristiana hacia todos aquellos que en su indigencia material o espiritual tocan a la puerta de nuestros corazones. Así estaremos ganando para nosotros la vida eterna, así estaremos preparándonos a participar de la comunión de Amor con Dios y con todos los santos de Dios, por los siglos de los siglos.

3.- LOS HERMANOS DEL RICO

Dice la parábola: «Te ruego, entonces, padre Abraham, replicó el rico, «que mandes a Lázaro a mi casa, pues me quedan allá cinco hermanos, para que les advierta y no acaben también ellos en este lugar de tormentos’. Abraham le dijo: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen».
Me temo que el consejo no debió agradar al rico. «El rico replicó: ‘No, padre Abraham. Si un muerto va a decírselo, entonces sí se arrepentirán’. Abraham repuso: ‘Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto» (Lc 16,19-31).

Para cambiar la situación en que viven sus hermanos, el rico epulón piensa que hace falta un milagro: que un muerto vaya a verlos. Crudo realismo evangélico de quien conoce la dinámica del dinero, que cierra el corazón humano a la evidencia de la palabra profética, al dolor y al sufrimiento del pobre, a la exigencia de justicia, al amor e incluso a la voz de Dios. Ni aunque un muerto resucite cambiarían.

A MODO DE CONCLUSIÓN

En el ocaso de la vida, cuando la fe desaparece y la esperanza se desvanece ante la realidad eterna, brotará en la memoria del Creador aquella bondad que supimos derrochar en la casa de los demás. Aquello de “ojos que no ven, corazón que no siente” no es precisamente una sentencia que ayude a una vida cristiana y, mucho menos, que contribuya a que se nos abran las puertas del cielo. ¿Dónde entonces está la respuesta?

Hay que vivir dignamente sin someter a los demás a una indiferencia. No es ningún pecado anhelar el bienestar personal siempre y cuando no marginemos de la mesa de nuestra felicidad aquellos que tienen derecho, como hijos de Dios y ciudadanos, a sentarse en ella. En la mesa del gozo, de la fraternidad, de la alegría, de las ilusiones, de la música, del bienestar, del dinero, hay sitio para todos.

Un ejemplo concreto: ahora mismo: ¿Tenemos sitio para nuestros hermanos veracruzanos? ¿Qué tan indiferentes nos sentimos ante esa desgracia? Bajo otra perspectiva pero con la misma responsabilidad: ¿Me interesa lo que sucede a mis hermanos venezolanos? «Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia» (S. Gregorio Magno).

¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo encuentres desnudo en los pobres, ni lo honres aquí en el templo con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez.

Porque el mismo que dijo: “esto es mi cuerpo”, y con su palabra llevó a realidad lo que decía, afirmó también: “Tuve hambre y no me disteis de comer”, y más adelante: “Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer” (San Juan Crisóstomo). ¡Ánimo!

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
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