HOMILÍA DE MONS. CHRISTOPHE PIERRE,
NUNCIO APOSTÓLICO EN MÉXICO, EN LA ORDENACIÓN EPISCOPAL DE LOS DOS NUEVOS OBISPOS AUXILIARES DE PUEBLA DE LOS ÁNGELES
12 DE ABRIL DE 2011
Eminentísimo Señor Cardenal D. Norberto Rivera Carrera.
Excelentísimo Señor Arzobispo D. Víctor Sánchez Espinosa.
Queridos hermanos en el Episcopado.
Sacerdotes y seminaristas, religiosos y religiosas.
Distinguidos miembros de los diversos órganos de gobierno.
Miembros todos del pueblo de Dios que peregrina en Puebla.
Esta mañana tenemos motivos más que suficientes para llenarnos de gozo, y todo porque el Señor ha querido conceder a su Iglesia dos nuevos Sucesores de los Apóstoles, que mediante su triple misión de enseñar, santificar y gobernar, bajo la dirección de su Arzobispo harán presente a Cristo, Sumo y eterno sacerdote en medio de su pueblo, ofreciéndoles, así, la vida de Dios y aliento a su esperanza; porque, en efecto, en expresión del Papa Juan Pablo II, el obispo está llamado a ser: “servidor del evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo”.
Generalmente, la designación de un obispo suele suscitar muchas y variadas expectativas, no solo en el pueblo de Dios, sino también en la sociedad, porque del nuevo obispo se esperan, se aseveran, se vislumbran, se prevén múltiples iniciativas, determinadas acciones, específicas posiciones. Pero, en realidad, - y conviene subrayarlo -, lo que en definitiva espera Cristo, la Iglesia, la sociedad y el mundo, es que, a semejanza de Jesús, el obispo sea el Buen Pastor siempre dispuesto a gastar su vida por las ovejas. Y tienen razón, porque si en la ordenación el obispo recibe el don del Espíritu por el que Jesucristo mismo se hace uno con él, es precisamente para que sea Buen Pastor de su rebaño; para que en su vida y en su acción refleje aquello que ha aprendido al estar, día a día, con su Maestro.
Como los Apóstoles, -ha recordado el Santo Padre-, “también nosotros hemos sido elegidos para «estar con Él» (Cfr. Mc 3,14), acoger su Palabra y recibir su fuerza y vivir así como Él, anunciando a todas las gentes la buena nueva del reino de Dios” (A la CAL, 20.02.200).
A todo Obispo, como a Pedro, Jesús le dice: "apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas" (Jn 21,17). Apaciéntalas desde la experiencia de la profunda y amorosa amistad con Él, porque "el Señor (que) nos llama amigos, nos hace sus amigos, se confía a nosotros, nos confía su cuerpo en la Eucaristía, nos confía su Iglesia. Consecuentemente debemos ser de verdad sus amigos, tener con él un solo sentir, querer lo que El quiere y no querer lo que El no quiere" (13.V.2005).
Es esto lo que ante todo Jesús espera de aquellos a quienes llama a ser sus apóstoles: que sean sus amigos, o mejor, "almas enamoradas de Él" (Mane nobiscum Domine, n. 18), para, a partir de ahí, lograr hacer del ministerio episcopal “un oficio de amor" (San Agustín, Iohannis Evangelium Tractatus 123,5). Oficio del Buen Pastor que ofrece su vida por las ovejas, enseñando, santificando y rigiendo al pueblo de Dios desde la humildad y la abnegación, manifestando a todos su paternidad y amor incondicional, cumpliendo la función de Cristo, Maestro, Sacerdote y Pastor: maestros de la fe, mensajeros de la Palabra divina, testigos obedientes de la Verdad, custodios del depósito de la revelación; ministros de la gracia del supremo sacerdocio que comunica la vida y la santidad, moderadores de la liturgia y dispensadores originarios de los sacramentos, del perdón y de la paz.
Configurado a Cristo, todo obispo es esencialmente sucesor de los Apóstoles. Así, su identidad y misión han quedado básicamente perfiladas en las palabras de Jesús respecto a sus Apóstoles, a quienes, en efecto, “constituyó”, para que “estuviesen con Él”, “para enviarlos”, “para que tuviesen autoridad” (Mc 3,14 ss). Vocación del Obispo que tiene su raíz en la institución de los doce (Cfr. Mt 3, 14), como un acto de amor y libertad del Señor Jesús que quiso llamarlos, formarlos y consagrarlos mediante la efusión del Espíritu Santo, y quienes, a su vez, mediante el gesto de la imposición de las manos -momento central de la ordenación episcopal- transmitieron a algunos de sus colaboradores la autoridad recibida del Señor.
Esta autoridad -representada por el báculo, “signo del ministerio pastoral y del cuidado del rebaño”-, es participación de los rasgos propios del Buen Pastor para ejercer la triple misión de enseñar, santificar y gobernar con caridad, con conocimiento de la grey, cercanía y solicitud, humildad y sencillez de vida, misericordia y búsqueda de las ovejas extraviadas. Rasgos, gracias a los cuales el obispo se convierte en signo de Cristo y adquiere la autoridad necesaria para trasmitir a los hombres la gracia que lo santifican y para predicar el evangelio con la palabra, con el testimonio de vida, y con la audacia que la obediencia a la verdad y a la fe reclaman.
De aquí se deriva también la riqueza del gesto que viviremos cuando se coloque el evangeliario abierto sobre la cabeza de los nuevos obispos, queriendo expresar con ello que, por una parte, la Palabra cubre y protege la persona y el ministerio del obispo y, por otra, que el obispo mismo debe vivir completamente sumiso, en obediencia plena, a la Palabra de Dios. De suyo, el sublime ministerio de esperanza del obispo sería poco creíble si el contacto frecuente con la Sagrada Escritura llegara a faltar; porque, como exhorta San Pablo, “con la paciencia y el consuelo que dan las escrituras mantengamos la esperanza” (Rom 15, 4).
Anunciar y mantener viva la esperanza: ¡cuánto es hoy necesario! Y a ello está precisamente llamado el obispo: a ser, a partir de la experiencia del Evangelio, profeta, testigo y servidor de esa esperanza, particularmente ahí donde más fuerte es la presión de la cultura inmanentista e individualista que tiende a marginar toda apertura a la trascendencia. De esa esperanza que “toma su fuerza de la certeza de la voluntad salvadora universal de Dios, y de la presencia constante del Señor Jesús” (Cfr.P.G.3; 4).
La Iglesia, queridos hermanos, ante todo en la persona de sus obispos es deudora de esta profecía de esperanza a un mundo angustiado por los problemas del sinsentido de la vida. Es deudora de esta profecía para el hombre que se siente derrotado por el mal y por la muerte; a un hombre al que falta la esperanza y que vive en la oscuridad, porque ha preferido dejarse llevar solo por los deseos. “Un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza” (S.S. 44), y cuando se pierde la esperanza, el hombre se precipita en el sinsentido, cava su propia tumba, vive sin vivir verdaderamente.
Qué gran reto para el obispo del hoy: anunciar y llenar las mentes y los corazones, los ambientes y las culturas del hombre de la esperanza que no defrauda. Ser profetas de esperanza, -decían los Padres Sinodales-, sin “dejarnos intimidar por las diversas formas de negación del Dios vivo que, con mayor o menor autosuficiencia buscan minar la esperanza cristiana, parodiarla o ridiculizarla”.
Por el contrario, la certeza de la fe ha de hacer que en nosotros obispos sea cada día sea más firme la esperanza, y más grande la confianza en que la misericordia de Dios seguirá abriendo amplios caminos de salvación y de verdadera libertad para el hombre; confianza firme en que, gracias a la esperanza, podrán encontrarse en todo momento signos de vida capaces de derrotar los gérmenes nocivos del mal; esperanza capaz de llenar el corazón de compasión para acercarse al dolor de cada hombre y de cada mujer que sufre, para aliviar, como el Buen Pastor, sus llagas físicas y sobre todo morales y espirituales; esperanza, para no desanimarse nunca en la búsqueda de la oveja extraviada. El mundo necesita “la esperanza que no defrauda” (Rom 5,5). Y nosotros sabemos que esta esperanza es Cristo. Lo sabemos, y por eso predicamos la esperanza que brota de la cruz. Anunciamos que la vida ha vencido a la muerte.
Desde la experiencia íntima y profunda con Cristo que colma de esperanza, los obispos - ha dicho el Santo Padre -, “acojan con corazón abierto a los que llaman a su puerta: aconséjenlos, consuélenlos y sosténganlos en el camino de Dios, tratando de llevarlos a todos a la unidad en la fe y en el amor, cuyo principio y fundamento visible, por voluntad del Señor, deben ser ustedes en sus diócesis (cfr. LG 23). Tengan en primer lugar esta solicitud con respecto a los sacerdotes. Actúen siempre con ellos como padres y hermanos mayores que saben escuchar, acoger, consolar y, cuando sea necesario, también corregir; busquen su colaboración y estén cerca de ellos, especialmente en los momentos significativos de su ministerio y de su vida. Tengan la misma solicitud por los jóvenes que se preparan para la vida sacerdotal y religiosa” (21.XI.2006).
Ustedes, queridos Eugenio y Dagoberto, cumplirán el “amoris officium” que constituye, según San Agustín, la esencia misma de su ministerio, si hacen fielmente suya la exhortación de San Pedro: “Apacienten el rebaño que Dios les ha confiado y cuiden de él (…); no como si ustedes fueran los dueños de las comunidades que se les han confiado, sino dando buen ejemplo”.
Queridos hermanos: nada hay más hermoso que dejarse sorprender y capturar por Cristo. No hay "nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo" (Benedicto XVI, 24.04.2005).
Ánimo, pues, amados hermanos, con San Pedro digan siempre una y otra vez: “Señor, en tu nombre, echaré las redes” (Lc 5,5), unificando su vida y santidad en la contemplación del rostro del Señor, en la obediencia a su palabra y en el anuncio de su evangelio. La configuración con Cristo –expresada hoy en la unción con el crisma- y la participación en su pasión, es el camino que los conducirá a la santidad, cuyo resplandor es significado en la Mitra que les será impuesta y que continuamente deberá ayudarles a recordar que su vida es dependencia radical y total del Señor, en su Iglesia. Entonces sí que tendrá sentido hacer propias, a semejanza del Señor Jesús, las palabras del profeta Isaías: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado…”
Ánimo, seguros de que la Iglesia, especialmente la Iglesia que peregrina en Puebla –sus sacerdotes, consagrados y fieles laicos–, rezará por sus nuevos obispos como lo hace hoy con el antiquísimo y venerado texto de la Tradición Apostólica del Ritual de la Ordenación Episcopal: “Padre Santo, tú que conoces los corazones, concede a estos siervos tuyos a quienes elegiste para el episcopado, que sean buenos pastores de tu grey” ¡Sí, que sean Buenos Pastores, según el Corazón de Cristo!
A María Santísima, nuestra Madre, quien no cesa de velar por el bien de sus obispos, sacerdotes, consagrados y laicos, confiamos la persona y ministerio del Arzobispo de esta Arquidiócesis de Puebla y la persona y ministerio de Mons. Dagoberto y de Mons. Eugenio Andrés.
Que Ella, Madre de la Misericordia, alcance de su Divino Hijo, Luz del mundo, la abundancia de gracias, dones y bendiciones a los sacerdotes, religiosas y religiosos, a las familias, a los jóvenes, niños y ancianos y a todos los hombres y mujeres de Puebla. Que Ella, con su auxilio e intercesión impulse a todos y a cada uno hacia una cada vez más creciente perfección espiritual, en el encuentro personal y profundo con su amado Hijo, Jesucristo Nuestro Señor.
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