sábado, 16 de abril de 2011

HOMILÍA DEL OBISPO DE CAMPECHE: DOMINGO DE RAMOS

DOMINGO DE RAMOS
"DE LA PASIÓN DEL SEÑOR
17 de Abril de 2011

INTRODUCCIÓN

La Semana Santa, a lo largo de los siglos, ha sido para la Iglesia el momento fuerte de su vida y su celebración. De muchas maneras se ha realizado desde el principio, algunas veces acentuando el matiz de la Pasión, preludio del viernes que se avecina; otras, la alegría de la entrada de Jesús en la Ciudad Santa. Ahora, la Iglesia ha unido en una misma celebración los dos aspectos de la misma realidad: el reconocimiento de Jesús como el Mesías y la salvación por su Pasión, Muerte y Resurrección.

Como corresponde al ciclo litúrgico A que nos conduce en este año, escuchamos el Evangelio según san Mateo. Para este evangelista, que escribe para una comunidad predominantemente judía, enraizada en la tradición de la Antigua Alianza, y que por su continuidad, ha sido el preferido por la tradición de la Iglesia antigua, dos cosas son de vital importancia: el cumplimiento de las Escrituras y el camino.

Con referencia constante al Antiguo Testamento, en Jesús se encuentra la plenitud de la revelación, en Él se cumplen las profecías de antaño, y aparece como el nuevo Moisés que establece con su pueblo una alianza nueva, definitiva y eterna.

Por su parte, la estructura del texto pone de manifiesto la intención del autor de desarrollar, mediante un itinerario geográfico concreto, los signos y enseñanzas del Señor. Luego de asegurar la ascendencia davídica de Jesús, san Mateo lo traslada a Galilea; después, durante el camino a Jerusalén, Cristo dicta el nuevo Pentateuco con sus cinco discursos, hasta llegar a la Ciudad Santa, donde tendrá lugar el desenlace.

Ciertos estudiosos de la Biblia aseguran que los Evangelios son esencialmente la narración de la pasión, muerte y resurrección del Señor, precedida por una larga introducción. Y la verdad que no parece desatinada su afirmación si consideramos que todas las palabras y obras de Jesús cobran sentido y valor redentor a partir del misterio pascual.

El Domingo de Ramos nos sitúa precisamente de frente a este misterio. Litúrgica y popularmente conmemoramos la entrada de Jesús en Jerusalén, la conclusión de su camino, el momento del total cumplimiento, la hora de la redención. Lejos del mero folclor de las procesiones, las palmas, las ovaciones, y despojada de las creencias mágicas con que se adornan los ramos benditos, la celebración de hoy es una verdadera profesión de nuestra fe en Jesús como el Mesías, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo.

Apenas si alcanzamos a gustar el gozo del redentor y ya nos introducimos en el templo para acompañarle en su pasión dolorosa. Este domingo combina y expresa las contradicciones de la vida, entremezclando el gozo y el dolor, las aclamaciones y las condenaciones, la alegría y la tristeza, el “viva” y el “crucifícale”, la vida y la muerte.

Así, el hijo de David es también el siervo doliente; el profeta Jesús, es el reo de muerte. Aquellos vaticinios de Isaías comienzan a ponerse en escena, los cánticos del profeta empiezan a ser entonados por el mismo Jesús.

Los episodios de triunfo primero, y los de fracaso después, encuentran su comprensión en el precioso himno cristológico de la carta a los filipenses, que escuchamos en la segunda lectura de la misa de hoy.

Jesús, siendo Dios, se abaja a la condición de servidumbre, la condición que nos cuadra mejor a los seres humanos; y en obediencia al Padre, obediencia y abandono que salvan, se entregó a la muerte ignominiosa y humillante de la cruz –muerte de criminal-, para luego ser exaltado sobre todo, con poder y majestad. Vayamos de lleno al mensaje de hoy.
 
1.- HOSANA AL HIJO DE DAVID

De los elementos que enriquecen este día, el más valorado por el pueblo es la bendición de los ramos y las manifestaciones de Cristo como Rey. El gran profeta que acaparaba la atención de los pueblos vecinos estaba a las puertas de Jerusalén. Como era costumbre, el gentío de la ciudad recibía con semejantes muestras de reconocimiento a las personas o los grupos importantes que peregrinaban a Jerusalén con motivo de la pascua. Pero las aclamaciones para Jesús son diferentes a todas las demás; la gente tiene noticia de sus milagros y del impacto de sus palabras; más de algún pueblo habían pretendido proclamarlo rey. Por ello, aprovechando el recibimiento de la ciudad y sabiendo que se acercaba la hora, da cumplimiento a una más de las predicciones: “He aquí que tu rey viene a ti, apacible y montado en un burro, en un burrito, hijo de animal de yugo”. Quienes eran conocedores de la ley, y que a su vez buscaban darle muerte a Jesús, entendieron a la perfección el mensaje. El Señor se presentaba como el rey de las profecías. Ciertamente no era al modo como le esperaba la gente del momento: un Mesías empuñando la espada, un liberador con poder, un salvador con corona y cetro de oro. Sin embargo, sí era en efecto, el Cristo anunciado. Sobre el burrito y a su paso, los mantos y las ramas acompañaban los homenajes al Profeta de Nazaret.

Siendo honestos, debemos reconocer que la entrada de Jesús es Jerusalén no es una entrada triunfal, sino mesiánica. No puede pensarse en una muestra triunfalista cuando se trama en las esquinas su muerte; no es victoria cuando el único trofeo son las voces convenencieras que gritan sin convicción; no es éxito cuando los enemigos, en lugar de estar derrotados, crecen en poderío. Es más bien entrada mesiánica, porque no se encamina a un trono de poder sino a una cruz de dolor; porque como todo profeta, no debe morir fuera de Jerusalén y se acerca el momento para Él; porque no llega ilusamente a sentirse soberano pues sabe que ninguno de aquellos empedernidos corazones le pertenece; porque sabe que su obra redentora no precisa de un rey, sino de una víctima.

Para nosotros no puede ser otra cosa. Conmemorar la entrada del Señor en Jerusalén no puede ser la sola piedad que contempla un episodio de la vida de Jesús; ni puede ser la tradición que enmarca la Semana Santa; ni mucho menos puede ser un gesto carente de sentido y contenido.

No nos está permitido repetir la misma historia, tal cual fue. Que no le gritemos vivas ahora y lo condenemos después; que no le tendamos mantos ahora y lo desnudemos para repartirnos sus vestidos después; que no levantemos palmas para loarlo ahora y lo golpeemos con ramas secas después.

Esta celebración es para nosotros la ocasión para manifestar públicamente nuestra fe en Jesucristo, fe firme y consciente, fe valiente y constante. Cuidemos de caer en la falsedad y la mentira de aclamarle cuando nuestro corazón no lo reconoce como su Señor.

Cuidemos de bendecir ramos y usarlos de talismán cuando no hay el mínimo esfuerzo de conversión y de promover la paz en los hogares. Permítanme compartirles una reflexión extra a propósito de la imagen de hoy. En algunas partes del país se usa la expresión: “Como el burrito del domingo de Ramos” para describir a las personas que se sienten superiores, que son arrogantes, soberbias y orgullosas, porque a decir de aquellos, el borrico tomaba para sí los halagos y piropos que dirigían al jinete. Pues que en lugar de imitar al pollino del domingo de ramos, imitemos mejor al Señor que siendo grande se hizo pequeño, que siendo rico se hizo pobre, y seamos también nosotros humildes y sencillos para facilitar siempre la dócil obediencia a la voluntad del Padre.

2.- EL DOLOR QUE NOS SALVA

A este domingo, para manifestar mejor el misterio a que nos dispone, a las palmas y las porras se le une la cruz y el sufrimiento. Así de rápido y sorpresivo son los vuelcos del corazón, que por momentos se incendia en amor a Dios y santos propósitos y luego, casi de inmediato, se aparta y se rebela contra Dios. Pero qué cierto es que a las dulzuras de la vida no se le puede evitar otras tantas amarguras.

Lo más hermoso de meditar en la pasión de Jesús es sin lugar a dudas, reconocer que semejantes tormentos fueron soportados por el Justo sólo por amor a cada uno. Y luego, el gozo de saber que nuestro mayor enemigo, la muerte que es fruto del pecado, ha sido vencido por aquel amor de Dios que es más fuerte.

El episodio de la Pasión que leemos este día aglomera tal riqueza de reflexiones, enseñanzas y mensajes, que no nos alcanzaría ni el tiempo ni el espacio para abordar cada una. Ojalá la meditáramos en el corazón para que Dios nos hablara directamente y nos hiciera reconocer su grande misericordia. Que el alma, por más marchita que se encuentre a causa del pecado, no puede dejar de conmoverse ante las escenas del Hijo de Dios traicionado, ultrajado, ofendido, condenado y muerto como cualquier delincuente. Que el corazón, por más endurecido que se halle, no puede evitar sentir que esa tribulación y crueldad ha sido sufrida por bien suyo.

Al menos, podré sugerir que reviviendo el momento de nuestra salvación, cada uno de nosotros asuma su papel en el nuevo viacrucis que recorre el Señor Jesús. ¿Quién de nosotros es Judas, el que traiciona, el que tiene en más valor las monedas que la vida de inocentes, el que de frente besa, y de espalda apuñala, el que vende a Dios por cualquier miseria?

¿Quién de nosotros es como aquellos discípulos preocupados de sí mismos que dejan sólo al Maestro, como aquellos que por dormir pierden la gracia, como aquellos que se fatigan y aburren de estar con el Señor, que tienen tiempo para todo menos para su salvación?

¿Quién de nosotros es Pedro que se envalentona y lastima a otros sólo por despistar su cobardía, que niega conocer a Dios por miedo al qué dirán, que con su conducta y sus palabras rechaza ser discípulo de Cristo, que no tiene el valor de defender su fe?

¿Quién de nosotros es como los sumos sacerdotes que se escandalizan de las “blasfemias” de otros pero no son capaces de ver sus propios pecados, que señalan con el dedo la paja en el ojo del hermano pero no ven la viga en el suyo, que se sienten buenos y con potestad de juzgar a los demás, condenando injustamente a los más débiles e indefensos?

¿Quién de nosotros es Pilatos, el cobarde, el que no asume las consecuencias de sus decisiones, el que se lava las manos luego de pasar la espada sobre el prójimo, el que tiene miedo de enfrentarse a la multitud, el que prefiere el poder a la verdad? ¿Quién de nosotros es esa muchedumbre sórdida que se manipula fácilmente, que se vuelve cómplice de injusticias y crímenes, que no sabe ni lo que quiere ni lo que cree, que se vende al mejor postor?

¿Quién de nosotros es como los soldados de insensibles e indiferentes ante el dolor humano, crueles que se burlan de los desamparados, prepotentes contra los más sencillos e indigentes? ¿Quién de nosotros es aquel hombre de Cirene que forzado ayuda a cargar la cruz, que renegando afronta las dificultades de la vida, que a regañadientes asume la enfermedad, los sufrimientos, los problemas que aparecen al paso?

¿Quién de nosotros es, por otra parte, como las valientes mujeres que están ahí desafiando las burlas y los peligros, quién como José de Arimatea que intercede por otros ante los poderosos de este mundo, que hace obras de misericordia, que se compadece del dolor ajeno?

Hermanos y hermanas, las heridas de Cristo nos han curado, sus dolores han calmado los nuestros. Este es el verdadero amor, el que salva, que se entrega, el que se ofrece por el bien del otro. No nos volvamos a equivocar, no demos muerte al inocente, detengamos el viacrucis de la humanidad que tiene una estación en nuestras calles, que la violencia no siga apagando vidas, ni la incertidumbre y las confrontaciones ahuyenten la paz.

En aquel primer viacrucis los corazones se confundieron. Prefirieron a Barrabás que a Jesús. Algunos biblistas traducen el nombre de este malhechor a partir de las palabras que lo componen: bar-hijo; abbá-padre. Barrabás= hijo del Padre. Ni los sumos sacerdotes, ni Pilato, ni la muchedumbre supo reconocer al verdadero Hijo del Padre. Que no suceda lo mismo, que sepamos reconocer el rostro sufriente de Jesús escondido tras el rostro doloroso del hermano, que defendamos siempre al inocente.

3.- NUESTRA VIDA ENTRE PALMAS Y ESPINAS

Qué bendición gustar en el mismo platillo lo acerbo y lo dulce, la alegría y el llanto. La vida del hombre sobre la tierra es un prolongado domingo de Ramos donde se intercalan y a veces se acoplan lo sufrimientos y los gozos, el pecado y el hambre de la gracia. Las palmas del domingo muchas veces se vuelven espinas el viernes.

Nuestro corazón es traicionero, y por tanto, fácil de rebelarse contra Dios. Sucede con frecuencia que los ramos que agitamos aclamando a Jesús como Rey demasiado pronto se marchitan y se convierten en flagelos con que le lastimamos, en clavos punzantes con que le crucificamos.

Permanezcamos en vigilancia para no dejar que las palmas que se sacuden y los mantos que se tienden a nuestro paso, que las alabanzas y las adulaciones, nos roben la cabeza y nos llenen de soberbias; pero tampoco dejemos que las espinas que por momentos parecen excesivas y agudas, que nos acongojan con tristeza y sufrimiento, nos lleven a la desesperación, al alejamiento de Dios, a conformarnos con el pecado.

Recordemos siempre que la victoria y el triunfo fue el verdadero desenlace, que la lección es simplemente caminar con ánimo hacia Jerusalén donde hemos de dar testimonio de nuestra esperanza, con la vida misma si es necesario; que habrá siempre quien nos halague y quien nos condene; que más de una vez llegará la noche y todos estarán en nuestra contra pero también que siempre habrá alguien que haga las veces de cirineo; que crucificados de muchas maneras y por muchos motivos no sintamos que Dios nos ha abandonado porque conocemos de sobra la siguiente estación: el sepulcro vacío.

A MODO DE CONCLUSIÓN

El plazo está cumplido. Entremos de lleno en la Semana Santa bien dispuestos a vivir con Cristo nuestra propia pascua. Ojalá que no haya sido ésta una cuaresma más, como tantas otras. Ruego a Dios que muchos de nosotros hayamos podido morir lentamente al pecado, que muchos hayamos descendido a nuestros infiernos más aterradores, que muchos nos hayamos sepultado en nuestros egoísmos, resentimientos y odios y que estemos esperando con ansia a que la piedra se ruede y brote la vida nueva y mejor. Que nuestra oración de este domingo sea: Señor, que nuestro grito de júbilo de hoy, no se convierta en el “crucifíquenlo” del Viernes Santo.

Que nuestros ramos, como brotes nuevos de propósitos santos y expresiones firmes de fe, no se marchiten en las manos y se conviertan en ramas secas.

Que esta Semana Santa que iniciamos sea para todos la gran oportunidad para detenernos un poco para pensar en serio. Para preguntarse en qué se está gastando nuestra vida y en qué estamos malgastando el tiempo. Para darle un rumbo nuevo al trabajo y a la vida de cada día. Para abrirle el corazón a Dios, que sigue esperando. Para abrirle el corazón a los hermanos, especialmente a los más necesitados. Que sea, pues la gran oportunidad para morir con Cristo y resucitar con Él, para morir a nuestro egoísmo y resucitar al amor.

Mons. Ramón Castro Castro
XIII Obispo de Campeche
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